De no haber sido un monstruo aquel hombre me hubiera resultado atractivo. Pero ni el cabello perfectamente peinado, ni sus facciones angulosas afeitadas con pulcritud, ni su caro traje de tres piezas con una bonita corbata podían ejercer ningún efecto positivo en mí. Lo miré con extrema frialdad, ya que con la comida no solía jugar. Y él lo intuía, pese a su forzada expresión de neutralidad; aunque el pobre diablo era tan pagado de sí mismo que desconocía algo muy simple: su muerte poseía un hermoso rostro de mujer, el mío.

—Eres famosa —me dijo, al otro lado de su enorme escritorio de caoba; a su espalda Barcelona brillaba con todo su magnífico esplendor y la luna llena flotaba en un cielo nocturno, perfecto para una actuación.

—Y tú muy selecto —le contesté—. Jamás hubiera escogido un despacho mejor.

—No puedo negar que soy un hombre de gusto refinado —alegó él, encogiéndose de hombros con fingida indiferencia—. Aunque ni siquiera esta hermosa ciudad puede compararse a tu belleza, Eternal. He de ser sincero y decirte que después de los increíbles cuentos de drogadictos que me han hecho llegar no acababa de imaginarte. En persona superas todas mis fantasías; y ese vestido negro te queda de maravilla.

Siempre me ha gustado escoger el vestuario perfecto, acorde a la situación. Y aquella noche iba ataviada para asistir a un restaurante de lujo.

Dediqué al galán la mejor de mis sonrisas; oh, qué diablos, con la comida encantadora sí que me permitía el lujo de perder un poco de mi tiempo. Y se notaba que él había bebido del saber popular.

“Eternal” me llamaban las malas lenguas, ya que se decía sobre mí que era tan imperecedera como la muerte; incluso algún desgraciado imaginativo aseguraba que mi naturaleza ocultaba un origen vampírico y me alimentaba de sangre. Pobres idiotas chiflados. Los chupasangres no existían, o al menos yo no había visto a ninguno. Y llevaba navegando por esta tierra dejada de la mano de Dios mucho, muchísimo tiempo.

—Halagarme no te va a servir de nada —le espeté con una mirada seductora.

Sí, físicamente aquel hombre me gustaba, podría haber sido un amante fastuoso; pero era una lástima que su interior no fuera tan bello. Aquel traje confeccionado a medida vestía un cuerpo que se perfilaba esculpido en un gimnasio, ocultando bajo la carne la fétida podredumbre que sólo desprendían tanto la avaricia, como la codicia y la mezquindad. España se hundía por las constantes oleadas de corrupción y la justicia convencional se quedaba muy corta o era muy fácil de comprar. Aunque por un lado estaban los chorizos de poca monta vestidos de Armani y por otro los tipos como aquel, que jugaban en otras ligas mucho más oscuras.

—Eres guapísimo —añadí ante su silencio—. Es una lástima que me llegue tanto hedor desde aquí. Hueles a muerte reciente, ¿lo sabías? Así que dime, ¿has matado a alguien últimamente?

Noté en sus ojos una chispa de reacción, un poco de desagrado ante mis palabras. Él sólo se ensuciaba las manos por divertimento, por supuesto. Pagaba a los demás para que le hicieran el trabajo sucio, gozando de su privilegiada posición en una pirámide corrompida, erguida sobre millones de lamentaciones. Desvié la mirada hacia el escritorio, valorando la espléndida joya de artesanía que aquel cretino lucía sin respeto, reparando en una bandejita de plata que había colocada en un lado de la mesa, llena de polvos blancos. “Seguro que es coca” pensé.

—Veo que te fijas en mis humildes pertenencias —dijo el hombre, con falsa modestia—. Siempre me ha gustado ser un perfecto anfitrión. ¿Te gustaría probarla? Puedo asegurarte que es de calidad, bajo mi techo, a las visitas se les ofrece lo mejor.

Entonces percibí una mirada furtiva y sutil que lo delató. “Oculta algo bajo el mueble…” reflexioné. “¿Tal vez una pistola?”

—Es un detalle por tu parte, aunque ese no es el tipo de diversión que busco. Y de todas formas, hay asuntos urgentes que atender.

Un gesto de suficiencia se dibujó en el rostro del galán.

—He de admitir que cuando has aparecido bajo el umbral de mi puerta, deleitándome con tu sublime presencia, me he quedado sorprendido. Nadie lo había logrado antes, por no mencionar que no tienes ni un solo rasguño. Así que dime… ¿El viaje ha sido entretenido?

Cavilé un instante en cómo responderle a eso. Sus secuaces habían supuesto una diminuta escaramuza, nada que no lograra superar con una chispa de mi genio; y estaban todos muertos, desde luego.

—Ha sido sencillo, casi como un paseo en el típico tren de la bruja. Nada del otro mundo —respondí avanzando unos pasos, sin borrar la sonrisa de la cara. Él era el premio gordo de la noche, una clase de manjar que solía degustar.

—Veo que tu lengua es igual en proporción a tu belleza —dijo el hombre, sin ocultar su enfado por mis palabras—. Voy a disfrutar mucho contigo, hasta puede que te abra de piernas y te la meta sobre mi mesa.

—¿En serio? —contesté, deteniéndome al otro lado del escritorio y soltando una risita—. No soy como esas pobres chicas drogadas a las que te follas en las discotecas, ni una prostituta de lujo que te la chupe por un billete de quinientos. Te voy a hacer sufrir, guapo.

Acaricié la superficie de madera con los dedos. Era tan suave… “Pobre imbécil, me has dado una fabulosa idea” reflexioné.

—¿Realmente crees que he llegado a la cúspide de los negocios sin luchar? —soltó él entonces, dibujando en sus facciones una sonrisa de lobo.

—Claro que no —contesté llena de dulzura—. Así que te voy a dar una oportunidad. ¿Por qué no sacas el juguetito que ocultas bajo esta antigüedad tan bonita y lujosa? Vamos querido, he sido bastante mala con tus hombres, en especial con ese calvo fornido de la corbata de lazo. 

Al mencionarlo una expresión de ira le cruzó la cara. Su mano derecha me había dado más problemas que los demás; pero ahora su cadáver yacía tirado en mitad del ascensor, y ni siquiera me había despeinado un poco.

—Venga, no tengo toda la noche —le insté, apoyando los brazos sobre el mueble. Él me miró el escote, sin disimular.

—Es una pena, preciosa, vas a morir ahora. Pero tranquila, intentaré no tocarte la cara para conservarla y probar a esos pobres imbéciles que los personajes de leyenda no existen.

Sus músculos se tensaron como un resorte, en apenas una fracción de segundo. Yo era una mujer curtida en aquellas señales, vivir más de dos mil años garantizaba un aprendizaje largo y tedioso. A cámara lenta vi como sacaba un objeto largo y plateado e intentaba golpearme en el cuello. Contuve el aliento y lo esquivé con agilidad, oyendo como el aire silbaba a su alrededor. Supe que se trataba de una espada muy afilada, toda una novedad en aquella calaña.

—¡Una katana! —exclamé entusiasmada—. Vas a conseguir que me arrepienta de no haberme puesto un mono amarillo.

—¿Te va a seguir gustando Tarantino cuando te raje como a una cerda?

Él ya se había desecho de la máscara de la cordialidad y se mostraba tal y como era, un monstruo despiadado. Por mi parte, su lenguaje vulgar no hizo más que alimentar las ganas de catarlo. Con el devenir de los siglos la humanidad no había cambiado demasiado, pese a la tecnología y demás pamplinas modernas.

—Mira machote —le dije sensual—. Voy a ser buena y voy a dejar que te quites esa americana tan bonita, para que puedas moverte con soltura.

—Qué considerada —me escupió—. Tu rapidez es bastante sorprendente. Veo que no soy el único que ha gozado de un buen entrenamiento.

Mi adversario clavó la espada sobre la mesa y se quitó la chaqueta con un cuidado casi reverencial. La situación me resultó hasta cómica. Sin duda le tenía más aprecio a aquella prenda que a un ser humano.

—Gracias —respondí parca en palabras, pues no me apetecía charlar. Percibía su energía oscura y su perfume, pese a ser de los caros, no lograba ocultar su sudor. Y el hambre me golpeó con más rudeza— ¿Nos dejamos ya de tonterías, por favor?

Había transcurrido mucho tiempo desde que dejara de preguntarme a quién diablos había cabreado para maldecirme así. Ya solo sobrevivía como una ermitaña, buscando comida especial cuando la necesitaba, a poder ser manjares tan selectos y deliciosos como el que tenía delante.

Él me miró serio, desclavó el arma y saltó sobre el escritorio, blandiendo la espada con maestría. Esquivé sus golpes uno tras otro en una espiral de movimientos mortales de necesidad, mientras mi cuerpo se movía como una autómata, buscando los puntos débiles de sus ataques. Tras varios minutos incansables lo arañé, rompiéndome una uña; y verle la raja en el cuello me provocó un frenesí indescriptible.

—¡JODIDA ZORRA! —bramó; cogió la bandeja de coca y me la tiró a la cara, todo se llenó de blanco, una nube vaporosa que nos engulló a los dos. Un segundo más tarde lo pillé intentando atizarme en el brazo, con muy mala idea. Lo agarré del hombro, cogí impulso y salté sobre su cabeza para apretarle el cuello. No soy una tramposa; tampoco tengo la culpa de poseer una agilidad sobrehumana. Es una de las pocas cosas buenas de estar maldita, supongo; el ser, literalmente, casi indestructible.

—No, querido —le susurré sensual, muy cerca del oído—. Soy una reina de la noche. Y casi ha llegado mi hora de cenar…

Desde atrás, le pegué una patada entre las piernas, tan fuerte que su cuerpo se elevó unos centímetros, al mismo tiempo que él profería un aullido de dolor. Le arrebaté la katana sin problemas y en el aire, lo golpeé en la cabeza con la empuñadura, consiguiendo que cayera sobre la mesa como un ladrillo. Luego le di la vuelta para ponerlo boca arriba, con los pies junté sus manos con los brazos extendidos y clavé la espada bien hondo, traspasándolas como si fueran de papel.

—¿Sabes? Es la primera vez que uso una espada a modo de cuerdas, y mira que soy muy vieja.

—¡JODER, JODER, MALDITA SEA!

El hombre siguió aullando y soltándome improperios mientras intentaba pegarme patadas. Tanto su cara como la mesa se hallaban manchadas de blanco. Pasé un dedo por su mejilla, suavemente, y lo introduje en mi boca de manera sensual, comprobando que no mentía en cuanto a su mercancía, que se me antojó de calidad. Acto y seguido me limpié el rostro con su corbata, que vista más de cerca me pareció espectacular, muy bonita.

—Preciosa, si señor —puntualicé, colocándosela bien puesta por debajo del chaleco—. Lástima que decore a un pobre diablo del montón. Aunque he de admitir que el punto de la katana te convierte en MUY interesante, por ser extremadamente original.

—¡¿QUÉ COÑO ERES?! —me preguntó, mirándome con los ojos muy abiertos y llorosos.

Preferí no contestar, ya que por desgracia no tenía respuesta para eso. Durante siglos había buscado a alguien como yo, encontrándome con muchas cosas raras por el camino. La magia existía, era tan real como la vida misma. Y podía ser buena, resplandeciente; o podía ser muy jodida, tan destructora como un huracán o un seísmo brutal.

Le dediqué una sonrisa encantadora y le ajusté el nudo. Siempre me había gustado cuidar la escenografía. Y quería que a la mañana siguiente, alguien encontrara de una forma perfecta a aquel hombre elegante, un rey del crimen caído en desgracia.

—Tal vez sea un personaje de leyenda —me decidí a contestarle, antes de bajar de la mesa. Luego estudié el despacho con más detenimiento, deleitándome con el buen gusto que destilaban aquellas cuatro paredes.

Entonces sentí el ansia, el hambre. Pero tal y como haría un buen chef, debía aderezar un poco más el plato principal de la noche. En la cocina la gente añadía especias a sus creaciones para darles más sabor. En mis comidas especiales, ese efecto se lograba con el miedo y el poder magnético que éste ejercía sobre las personas.

Me acerqué a una pared, decorada con un impresionante veneciano de tonos marrones y acaricié la superficie pulida. Oía al pobre diablo gemir, maldecir y forcejear a mis espaldas, por lo que me volví para mirarlo con cierta curiosidad. No era un tipo tan duro, al fin y al cabo. Si tanto deseaba soltarse, un simple y doloroso estirón lo separaban de la libertad, no era difícil. Él había hecho cosas mucho peores con los demás.

—¿Sabes por qué te he escogido? —sentí la irremediable tentación de explicarme—. Corren leyendas sobre ti por los bajos fondos de la ciudad, al igual que sucede conmigo. Se dice que todo aquel que te agravia termina sin cabeza. Y es bien sabido que desde hace unos meses en Barcelona ha crecido el número de cadáveres decapitados. La mayoría asociados al mundo criminal, desde luego.

—Solo… solo son negocios, nada… nada personal…

—Eres tan mentiroso como irresistible. También has asesinado a muchísimas personas honradas que suponían un problema a tus fines perversos. Incluso has llegado a ir de cacería por la ciudad, cuando querías divertirte. Estoy segura de que, precisamente esa espada que ahora te inmoviliza, fue la que acabó con la vida de un juez y su familia hace dos meses. Y por desgracia, no son tus únicas víctimas, la lista es enorme…

Sentí placer al comprobar que me escuchaba atentamente, al ver que de vez en cuando intentaba reunir acopio de valentía y hacer fuerza para soltarse, pese a que fallaba en el intento.

—A mí en realidad no me importa que vosotros, escoria, os eliminéis unos a otros. Siempre me dejáis los platos más suculentos para que los deguste. Pero no soporto que la gentuza como tú destruya a las buenas personas. La ciudad ficticia de Gotham tiene a Batman, Nueva York a un sinfín de superhéroes. Y Barcelona… Barcelona ahora me tiene a mí, guapo. Adoro esta ciudad, amo toda la luz que pueda habitar en ella. Por eso he llamado a tu puerta.

—¡MALA PUTA! ¡HAY GENTUZA MUCHO PEOR QUE YO, TE LO ASEGURO!

Ignoré sus quejidos y medité el número final de la noche. Quería darle al plato la nota deseada. De golpe recordé una película de vampiros, una adaptación bastante floja de una novela de Anne Rice. Esa escritora no era santo de mi devoción, pero había creado personajes increíbles. En particular Lestat me fascinaba; en esa escena él gateaba por una pared y el techo, antes de caer sobre sus presas. En algunas cosas aquel ser ficticio me recordaba a mí, algo que me parecía de lo más divertido y anecdótico. Ambos disfrutábamos con manjares oscuros, plagados de tinieblas. Y cuanto más retorcida fuera la presa, mayor satisfacción sentíamos con la caza.

Entonces me sobrevino una maravillosa idea. “¿Por qué no?”. Tal vez había llegado el momento de ser un poco cinéfila. Y nunca había probado el caminar por una pared…

—¡OYE, OYE! —me increpó el hombre, desesperado, retornándome al presente—. ¡Puedo darte cuanto desees! ¡Tengo toda la droga que imagines… Dinero! ¡Hasta puedo ofrecerte a hombres y mujeres vírgenes!

Al oírle decir eso sentí repelús.

—¡Serás bastardo! —exclamé, soltando una risita— ¿Dónde diablos crees que estamos, en Babilonia?

En ese momento llegó a mi nariz un dulce aroma que olía de maravilla, cada vez más intenso. Siempre había oído decir que en la matanza del cerdo, la forma cruel de terminar con la vida del animal influía en el sabor de la carne. Y con las personas, y la adrenalina o el miedo, sucedía algo parecido. Los gorrinos me daban pena; en cambio, aquel miserable que se retorcía sobre su precioso escritorio, no.

Me quité los Manolos y los dejé bien puestos en un rincón, estudiando como lograr la proeza que me había propuesto. Tras un par de intentos conseguí gatear por la pared, como una gatita de comic americano, sensual, mortífera, fatal, incrustando en el yeso los dedos de manos y pies, cual garras. Seguí contorneándome hasta llegar al techo y avancé hacia él lentamente, clavando mis ojos verdes sobre su persona. La cena me miró con la boca desencajada y comenzó a chillar. Una mancha oscura apareció en su entrepierna y se extendió sobre la tela con rapidez, provocándome una carcajada.

—¿No ibas a follarme sobre tu mesa? —le pregunté teatral.

—¡NO, POR DIOS, NO! ¡QUÉ ME VAS A HACER! ¡JODER, JODER! ¡ERES UNA VAMPIRESA DE VERDAD!

—Los vampiros no existen —argumenté—. Yo simplemente, voy a comerme tu energía vital, qì… llámalo como quieras—. Seguidamente pasé la lengua por el labio inferior, un gesto que a todos los volvía muy locos; algunos llegaban a cagarse encima, en sentido literal.

Entonces él logró reunir el coraje suficiente y liberó una de sus manos tras un fuerte estirón, profiriendo un agónico chillido de dolor. La sangre salpicó en su traje y en la mesa, extendiéndose por la superficie barnizada como un riachuelo. Intentó arrancar la katana pero yo ya me hallaba sobre su cabeza.

—Nonono —le dije, blandiendo el dedo anular. Me dejé caer suavemente y durante el descenso mi moño se deshizo, de refilón vi como mi cabellera pelirroja danzaba a mi alrededor como una aureola.

Me quedé tumbada sobre mi presa, agarrándolo del cuello con una mano e inmovilizándolo con la otra; lo olí… sí, la comida ya estaba en su punto, deliciosa.

—Abre la boca —le pedí—. No seas tímido…

Al principio se resistió; le apreté la tráquea con fuerza, crujió varias veces hasta que sus labios se abrieron de par en par… Unos segundos más tarde oí el enjambre trepar a través de su pecho y él empezó a convulsionarse, al mismo tiempo que ponía los ojos en blanco y las luces del despacho comenzaban a parpadear de manera intermitente.

Poseer una extraña condición como la mía me otorgaba un tipo de sensibilidad especial, que una vez entrenada me daba el privilegio de ver, entre muchas cosas, la forma del alma humana, de la energía vital, del qí, y como cambiaba según la bondad o la maldad de la persona. La de los hombres despiadados como aquel pobre cretino solía adquirir la forma de borrones oscuros y pequeños, similares a mosquitos. Brotaron de su boca y se dejaron absorber sin oponer resistencia, los sentí en el paladar, picantes, tan deliciosos como cenar en un auténtico restaurante mejicano…

Perdí la noción de mi misma, tragando con avidez. Mi cena temblaba de forma descontrolada, sus lujosos zapatos de hebilla chocaban constantemente contra la mesa, en un repiqueteo de muerte. De pronto noté un cambio y dejé de beber, completamente saciada. A través de los labios abiertos y rígidos de mi víctima asomó una libélula blanca, resplandeciente. Me aparté y la miré con tristeza, viendo a través de ella; aquel era el último vestigio de un niño perdido, de infancia desdichada. Yo nunca me he alimentado de la inocencia, por lo que la dejé desvanecerse tranquila, deseando que al menos, aquella diminuta porción de su ser alcanzara la paz. Luego me sentí triste y eufórica al mismo tiempo y le dediqué una intensa mirada al cadáver, advirtiendo su expresión de profundo y rígido terror.

—Incluso así sigues siendo guapísimo —le susurré—. Lástima que fueras un psicópata…

Pensé en todas sus víctimas, las personas que había mandado asesinar por encargo o había aniquilado él mismo para divertirse. Y me dije que tarde o temprano, a todo cerdo le llegaba su sanmartín. Aquella ley era tan intangible y antigua como la existencia, el Karma lo describía muy bien.

Al bajar de la mesa estudié las marcas que había dejado en la pared y en el techo, dándome cuenta de que tal vez me sentía un poco colocada. “La policía hablará muchísimo sobre eso” reflexioné, soltando una risita. Aunque me hallaba convencida de que nadie lloraría a aquellos pobres desgraciados. “El menú de hoy ha sido insuperable, veinte entrantes y el plato fuerte».
Pero me faltaba algo, tal vez el postre…

Pese a no ser partidaria de las drogas, miré los polvos blancos que había esparcidos por doquier, rodeando a mi cena. “Oh, que diablos”. Junté unos cuantos en una línea recta y la esnifé hasta hacerla desaparecer, sintiendo un cosquilleo molesto en la nariz. Unos segundos después me noté un poco ida. Eso no era para mí, sin duda. Lástima que el muy ruin me hubiese forzado a probar su mercancía.

—Fuiste muy grosero al tirarme tu mierda —le dije al muerto, antes de regresar junto a mis preciosos Manolos. Los cogí y caminaba descalza hacia la puerta, dispuesta a marcharme cuando detuve mis pasos y volví a dedicar un escrutinio al despacho. De golpe me había sentido inspirada y creí que merecía salir por la puerta grande, como una jodida reina de la noche. Sin pensarlo más veces cogí carrerilla y salté hacia el ventanal, sonó un crujido ensordecedor, todo se llenó de cristales…

Eternal, me llamaban las malas lenguas. Estar maldita tenía sus cosas buenas, a pesar de que se puedan tardar unos cuantos siglos en dar con ellas. Me hallaba tan llena de energía vital que la caída no me haría más que cosquillas. Extendí los brazos, saboreando el aire nocturno de Barcelona y cerré los ojos durante el descenso. Sí, nunca jamás habría un escenario mejor para una pobre alma desdichada como yo.

El chico se despertó de repente, bañado en un sudor helado. Aquel sueño había sido increíble, tan real como la vida misma. Se levantó de la cama con tranquilidad y miró a través de la ventana, viendo su propio reflejo en el cristal. “Ha sido como una película de Tarantino” pensó, sonriente. “La película más increíble que he visto en mi vida”.

Licencia Creative Commons
Ciudades de Tiniebla. 1. Me llaman Eternal por Ramón Márquez Ruiz se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Me llamo Ramón Márquez Ruiz y soy escritor, diseñador gráfico e ilustrador. Bienvenidos a Novelesco. Si deseas saber más cosas sobre mi, clica abajo. Muchas gracias por leerme ; )

2 Comentarios

  1. Bruno

    Hola Ramón. Por fin he dado con tu relato por capítulos, y me lo he bebido como nuestra protagonista la energía vital de su desdichada cena.
    Barcelona tiene un nuevo superhéroe en la criatura maldita llamada Eternal, y ha llegado para quedarse. Seguiré sus aventuras con entusiasmo.
    Un abrazo.

    Responder
    • Ramón Márquez Ruiz

      Muchas gracias por comentar, Bruno! Me alegro de que te haya gustado este primer capítulo. Nunca es tarde para pasarse por aquí, Novelesco está siempre abierto, aunque yo parezca un poco ausente, jeje. Espero que Ciudades de tiniebla te enganche y te leas todos los capítulos, me agradaría mucho que fueras dejando en los comentarios cuales van siendo tus impresiones. Un fuerte abrazo y nos leemos! ; )

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