Desperté de repente, desvelada y empapada en una fría pátina de sudor; nada más abrir los ojos contemplé la oscuridad impenetrable de mi habitación, con la respiración entrecortada, segura de que había vuelto a padecer la misma pesadilla de siempre, pese a que jamás lograra recordarla. Y lo sabía gracias a la desagradable sensación de vacío que experimentaba mi cuerpo, como si aquel sueño esquivo fuera un recuerdo dormido que no deseara salir de las tinieblas para quedarse guardado en un impenetrable rincón de mi viejo cerebro.

—Maldita sea —murmuré, mientras encendía la luz y miraba el despertador—. Las tres de la mañana, para variar un poco.

Al instante supe que no volvería a dormir, por lo que decidí levantarme dispuesta a airear mi sobrecargada cabeza. El ser un “algo” con más de dos mil años de vida me había concedido ciertas ventajas, como por ejemplo la capacidad de acumular bienes e inmuebles para aburrir, dignos de una marquesa con fantasías de gloria. Por aquel entonces vivía en un lujoso loft de doscientos metros cuadrados en la Gran Vía de Barcelona y mi pisito constaba de dos plantas, un garaje y un esplendoroso jardín interior, equipado de una fabulosa piscina estrecha dotada de la última tecnología en la que quemaba todas mis frustraciones amnésicas. Nadar a contra corriente se había convertido en mi pasatiempo favorito, sobretodo en momentos como aquel. Y tampoco necesitaba dormir mucho, por lo que me desnudé dispuesta a gastar un poco de energía.

Mis dependencias privadas se hallaban en el piso de arriba, siendo una zona a la que pocas visitas tenían acceso. Y a pesar de contar con unas bonitas escaleras de caracol había cogido la retorcida costumbre de usarlas solo para subir, saltando a plomo al piso de abajo cuando me encontraba en la más estricta soledad. A lo largo de mi vida algunas personas ancianas, benditamente normales, me habían contado que la edad concedía ciertas extravagancias a la personalidad humana; un rasgo del que por lo visto ni siquiera yo constituía una excepción; disfrutaba como una loca de aquel breve descenso y con la sensación de cosquilleo en las piernas que experimentaba mi cuerpo al aterrizar en el salón. Por fortuna ser casi indestructible tenía sus ventajas, sobre todo cuando la energía de mi última cena de lujo aún seguía revoloteando a través de mi organismo. Incluso me había aventurado a saltar desde alturas mucho mayores, percibiendo el frescor de la noche en la cara y el fuerte impacto en las plantas de los pies, siempre recién alimentada, siempre buscadora de emociones nuevas que rompieran un poco el aburrimiento que sentía; hasta me había dado el caprichito de esnifar una raya de coca, más a la fuerza que otra cosa; el muy imbécil me la había tirado a la cara, mientras intentaba aniquilarme… pensar en aquel hombre tan guapo logró que una sonrisa se dibujara en mi agriada expresión. Lo había disfrutado, y mucho, pese a que no hubiese resultado ningún reto interesante. “He de comprarme un par de Katanas” pensé, mientras salía al patio y conectaba la piscina, a máxima potencia. Acto y seguido me tiré al agua y floté tumbada, esperando a que las olas se volvieran un poco más fuertes.

Nadar era un esfuerzo mecánico que relajaba mi mente, permitiéndome desconectar. No obstante aquella madrugada, mientras mi cuerpo reaccionaba contra el artificioso oleaje, un recuerdo dormido despertó con abrumadora fuerza sin que lograra evitarlo. De golpe volvía a escuchar ese tango, que resonaba por todo aquel pequeño local argentino y clandestino en la lejana ciudad de Nueva York. Durante un segundo quise cerrarlo, evitar el salto cuántico de mi cabeza. Pero pensar en él logró que todas las barreras se desplomasen una a una, haciéndome sentir las mariposas en el estómago… Aleksey…

Nueva York, 1922

La música en directo vibraba en la pista mientras algunas parejas se contorneaban a la perfección, ejecutando de forma magistral un baile que siempre me había parecido fascinador. Yo los miraba sentada en uno de los altos taburetes con respaldo y saboreando una deliciosa copa de vino blanco. Pese a que los hombres me miraban casi sin pestañear ninguno se atrevía a acercarse, algo que me divertía; y sin duda la elección del vestido aparta moscones había sido lo mejor, ya que me apetecía permanecer en la más estricta soledad.

Durante un momento miré mi reflejo en el envejecido cristal que había al otro lado de la barra improvisada, estudiando el efecto que causaba mi cabellera pelirroja colocada de manera coqueta hacia delante y cubriendo un poco el impresionante escote del vestido carmesí. Podría decirse que iba tan despampanante que cohibía, intimidaba… y lo consiguió durante un buen rato y unos cuantos tangos más, hasta que un muchacho se sentó resuelto en el taburete de al lado, que había permanecido vacío durante toda la noche.

Al principio ni me miró; una vez acomodado llamó al camarero con un gesto galante, pidió un wisky y pareció quedarse absorto en los bailarines que se entregaban a la pasión del ritmo argentino.

Su pasotismo logró que me fijara en él, por ser el único hombre que no mostraba ningún interés en mi figura; y no tardé en darme cuenta de que aquello me divertía mucho más que espantar fieras etílicas.

El primer detalle que me llamó la atención fue su elegancia; ese rasgo es innato, se nace con él o no. Y aunque se puede aprender a dominar, es algo muy perceptible cuando viene de cuna. Su porte, su pose relajada sin perder ni un ápice de refinamiento, un aire despreocupado que lo envolvía a pesar de ir pulcramente vestido se reforzaba por el hecho de que no dedicara ninguna mirada furtiva a mis senos, como hacían el resto de galanes del local. Vestía un traje de raya diplomática, de americana cruzada y un fedora oscuro se calaba en su proporcionada cabecita.

Me sorprendió su forma de llevar aquel traje, supe que no se trataba de un gángster, ni de un mafioso, un tipo de hombre que abundaba demasiado por aquel tiempo y que constituía una predecible fuente de alimento en mi dieta nuevayorquina.

Entonces me fijé en el nudo de su corbata, que presentaba un aspecto impoluto, de los mejor armados que había visto en mucho tiempo; “Es inglés” pensé, e hice un barrido hacia arriba, hacia su rostro, dándome cuenta de que no tendría más de veintipocas primaveras. Un niño bonito, al fin y al cabo, atractivo y guapo, pero tirando a lo común, sin ningún rasgo exótico a primera vista… de repente él ladeó la cabeza y me miró a los ojos, sin disimular. Mantuvimos el contacto visual durante unos minutos, en el más estricto silencio; y logró hacerme sentir ligeramente incómoda, un acontecimiento que muy pocas personas habían conseguido en más de doscientos años, sacándome de mi error. Sus ojos eran un rasgo distintivo, diferente e increíble, oscuros y extremadamente brillantes; daban la impresión de que penetraban a través de la piel hasta llegar a la carne, a lo más hondo de mi ser…

—Hola —me dijo, dedicándome una encantadora sonrisa.

Sus rasgos aún mantenían una esencia de la infancia recién disipada, dándole un plus y despertando mi vena depredadora. Intuía su luz, por lo que di por sentado que se trataba de un buen muchacho. Y nunca me he comido a los buenos, ni siquiera en épocas tan locas y oscuras como la que se nos venía encima.

—Hola —le devolví el saludo, dedicándole una sonrisa matadora. No obstante no coseché el efecto intimidatorio que esperaba; él seguía mostrándose impasible.

—Ya sé que te va a sonar muy manido, pero… ¿Puedo invitarte?

Me reí, notando ciertas miradas cercanas clavadas en el recién llegado. Y el nene se lo merecía, había demostrado tener más pelotas que los demás hombres del local, al atreverse a hablar conmigo.

—Claro que sí, guapo —le contesté, vaciando la copa de un trago. Decidí divertirme un poco, supongo. Y aquella situación se volvía cada vez más interesante. “¿Qué rol asumo?” reflexioné. “¿Me hago pasar por una fulana o por una caza fortunas?” seguí razonando mientras el chico me dedicaba otra radiante sonrisa. “A ver cuánto tardo en espantarlo…”

Hice un gesto coqueto al camarero, que no disimuló una expresión de creciente interés en nosotros. Mientras me llenaba la copa de vino blanco miró de forma inquisitiva al mozo, con un amago de sonrisa dibujada en la cara.

—¿Qué edad tienes? —le pregunté a mi nuevo amigo, después de darle las gracias al barman.

—Veintidós —respondió el muchacho—. Tú aparentas ser de mi edad, más o menos.

—Soy un poco más vieja —solté, mostrándole otra sonrisa.

—Pues te conservas de maravilla.

—Que educado. Eres inglés, por lo que veo.

—Soy ruso, en realidad —contestó él—. Pero tu ojo es muy avispado, mi padre adoptivo sí que es británico.

—¡Vaya! —exclamé divertida—. Daba por hecho que venías de allí, tu manera de vestir te delata. Puedes dar por sentado que eres el hombre más bien vestido del local… ¡Qué diablos! De la manzana entera.

—Gracias. Mi padre me enseñó bien…

—Discrepo con eso, cariño. La elegancia es algo innato, se tiene o no se tiene, por mucho que te enseñen. Y he conocido a muchos hombres para saber eso, te hablo por experiencia propia.

Él me escrutó con la mirada y volvió a invadirme la misma sensación, como si buscara algo en mi interior.

—Pues no nací en un lugar con mucho glamour, precisamente.

Ambos le dimos un trago a nuestras bebidas, al mismo tiempo.

—¿Has oído hablar de Svayashchennyy? —me preguntó y al instante negué con un gesto de cabeza—. Pues tampoco te pierdes nada, la verdad —se rio—. Es una ciudad de mierda al oeste de Rusia; podría decirse que mi padre me rescató de allí. Bueno para ser más exacto, me rescató de su horrible orfanato.

Lo miré fijamente, sin pestañear; tuve que admitir que aquello me había impactado, algo me susurraba que no mentía.

—Lo siento —me disculpé de forma sincera.

—¡No pasa nada, tranquila! Por suerte mi padre apareció en una jodida noche de tormenta y… ¿Pero qué me pasa? —soltó una risita tímida, que me ganó—. Yo sí que lo siento, de verdad, te estoy contando mi vida…

Ambos nos reímos al mismo tiempo y me di cuenta de que aquel chico me caía de maravilla; hacía mucho tiempo que no lo pasaba tan bien con un extraño, sin que hubiese cena o sexo por en medio…

—Menos mal que voy por el primer Wisky… —alegó él, haciéndome reír otra vez.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté.

En aquella ocasión fue el mozo el que me regaló una sonrisa.

—Aleksey Crowley, enchanté —se presentó, besándome la mano adulador.

Huelga decir que me gustó el detalle, mucho; aunque le dediqué una escrutadora mirada, logrando disimular a la perfección el increíble asombro que me embargaba por dentro. Pese a que su apellido debía ser bastante común algo despertó mi intuición. Había oído hablar de un Crowley británico, un ocultista de lo más interesante.

—Yo me llamo Adelle —medio mentí; lo cierto era que cambiaba de nombre cada cuarenta años aproximadamente, o para ser más exacta cuando me iba de una ciudad para no levantar sospechas sobre mi longevidad…

“Adelle” recordé, dejando de nadar y logrando que los recuerdos volvieran a diluirse; salí de la piscina y caminé a paso lento hacia el baño de arriba; después me metí en la ducha, notando el agradable tacto del agua caliente resbalándome sobre la piel. Unos minutos más tarde entré en el vestidor, lista para escoger el atuendo del día; ya eran las siete, una hora perfecta para comenzar a prepararme.

Aquella mañana tenía programada la visita a una adivina que vivía en una ciudad cercana; había adquirido la costumbre de visitar algunos cada x, un pasatiempo que me divertía, y hasta la fecha sólo había dado con farsantes; pero sabía que debían de quedar de los buenos y que tarde o temprano daría con alguno. España era una tierra antigua, antaño plagada de poder; la sangre mágica no se extingue, pese a que en los últimos años abundasen más los criminales, los políticos corruptos y los chorizos. Pero yo disfrutaba de todo el tiempo del mundo para descubrirlo, no me corría prisa; y la mujer a la que pensaba visitar gozaba de mucha fama en las inmediaciones, incluso se rumoreaba que entre su clientela había celebridades locales.

Ser rica me permitía acumular muchos bolsos, por lo que siempre escogía el mismo para los adivinos. En su interior, dentro de un precioso sobre de color rojo había guardado doce mil euros por si me tocaba el gordo. Huelga decir que ese dinero llevaba en la oscuridad desde el cambio de moneda, esperando que lo sacara de paseo.

Después de un buen rato revisando las prendas del enorme vestidor elegí un vaporoso vestido amarillo y unos tacones de ante. Luego me miré en el espejo bastante convencida; entonces supe que faltaba un toque distintivo y rebusqué entre mi colección de sombreros hasta dar con el indicado, uno de color blanco que otorgaba a mi figura el aire de una celebridad de cine clásico.

Una vez arreglada bajé al garaje y miré entre mis coches. Jamás me ha gustado presumir, pese a que podría decir que más de un aficionado al motor hubiese muerto de envidia de haber entrado en casa. Disponía de varios modelos que se adaptaban a cualquier circunstancia, desde un día con ánimo turbulento a una noche de caza. No obstante cinco minutos de indecisión bastaron para indicarme que en el fondo no me apetecía conducir; sabía que él acudiría de nuevo a mi mente y juzgué que Aleksey se merecía toda la atención que podía malgastar en la carretera; así que busqué los horarios del autobús o del tren, saliendo de casa muy feliz al darme cuenta de que me quedaba más de una hora para llegar a Plaza Cataluña, en busca del transporte público que me llevaría a la adivina de la semana. Y mientras me daba un largo paseo saboreando el delicioso día, dejé que los recuerdos me condujeran otra vez, arrastrándome por el tango que volvía a ocupar toda mi mente…

Nueva York, 1922

Los dos llevábamos ya unas cuantas copas y nos reíamos amparados bajo las envidiosas miradas de los otros clientes del local; la conversación había dado varios giros cómicos y relajantes, hasta que de repente volvió a centrarse en asuntos de mayor interés.

—¿Y qué te trae a esta ciudad? —le pregunté, logrando dejar de reír. Él me había lanzado uno de los peores chistes de la historia, pero contado con tanta gracia que lo había salvado del abucheo.

—Estoy buscando a alguien —me respondió.

—Pues Nueva York es una ciudad muy grande —solté un poco más seria.

—Soy un tipo de recursos, eso la convierte en pequeña.

—¡Vaya! —exclamé, mirándolo interesada—. Me gustan los hombres seguros de sí mismos.

—Gracias —contestó—. Pero llevo más de un año buscando, incluso he viajado bastante; y he de admitir que hasta ahora mismo había perdido un poco la esperanza.

Le dediqué otra amplia sonrisa; “Quiere seducirme” pensé, dándome cuenta de que una noche de sexo podía ser una buena forma de terminar el día. Él ya no era un niño, pese a que en ocasiones todos me lo parecieran.

—Y podría decirse que trabajo para alguien influyente que desea ayudar a la persona que busco —continuó hablando Aleksey—. Aunque creo que también la necesita para algo, no estoy seguro; ella no me da muchos detalles, es muy reservada.

—¿Ella? —quise saber, curiosa.

Una sonrisa se perfiló en su rostro.

—En efecto; es mi benefactora, se ha encargado de mi manutención desde que salí del orfanato. Y después de todo lo que me ha dado no puedo hacer otra cosa que ayudarla, le debo muchísimo.

—Eres muy consecuente para ser tan joven, me gusta tu actitud.

—Pero veo que vas a soltar un pero… —dijo él, entre risas.

—Chico listo —lo alagué—. Peeero no creo que le debas nada, si te ha mantenido supongo que habrá sido porque le ha dado la real gana.

Los dos bebimos un trago a la vez.

—¿Y por qué crees que esta noche la suerte te va a sonreír?

Volvió a mirarme de esa manera tan suya, noté de nuevo que penetraba a través de la piel hasta llegar a lo más hondo de mi ser.

—Ya lo ha hecho, he dado contigo.

Me reí con ganas y le toqué la pierna, notando un pequeño sobresalto, apenas perceptible. La idea de dejarme seducir por aquel galán ganaba peso a cada segundo; al fin y al cabo yo era “algo” y seguía siendo una mujer al mismo tiempo, pese a romper los esquemas de la propia naturaleza.

—¿Y cómo sabes que soy yo?

—Ella me ha dicho en infinidad de ocasiones que simplemente lo sabría, sin más; y de vez en cuando me envía pistas…

—Que considerada —le solté— ¿Y qué pista te ha lanzado hoy?

Mi comentario le hizo gracia.

—Algunas libélulas me han chivado el camino —añadió, sin borrar un gesto afable de la cara.

Me reí otra vez.

—No te rías, nunca miento.

A lo largo de mi vida había presenciado muchísimas cosas, algunas tan jodidas como sorprendentes; y ni siquiera en aquellos tiempos podía considerarme un ser escéptico. Yo existía, al fin y al cabo. No obstante, reconocía a la primera los juegos de la seducción.

—Y me han conducido hasta este antro escondido —Aleksey continuó su discurso—. Me dirás que no cuesta encontrarlo…

Cierto, lo conocía desde hacía unos meses y me gustaba la clientela, en el sentido literal de la palabra. Por lo visto muchos criminales de la ciudad gozaban de la misma fascinación por el ritmo argentino que yo, al igual que por la clandestinidad.

—¡Venga ya! —exclamé—. Aunque no te lo creas soy una mujer de mundo, y para nada puedo considerarme ingenua…

Sucedió algo que me dejó callada, logrando que fuera incapaz de terminar la frase. Una libélula voló hacia nosotros y se posó en el borde de mi copa; se trataba del insecto más bonito que había visto hasta la fecha, de un color fucsia intenso y con unas alas grandes y estilizadas. “Increíble” pensé.

—En algunas culturas y religiones antiguas se dice que el alma humana, cuando se trata de un ser de luz, adquiere la forma de una Anisoptera —alegó él, con los ojos clavados en mí.

Lo miré fijamente sin pestañear y entonces lo noté, un brillo en sus ojos, una chispa que reconocí muy bien; se trataba de magia.

“Mierda” cavilé, dejando que mi instinto analizara la situación; pero cómo no me había dado cuenta antes… Desde luego, seguía notando su aura cálida y buena, para nada hostil… “Y yo que pensaba que todo había sido una coincidencia…” me dije, recriminando a mi ego por haberme considerado demasiado lista.

Algunos clientes se quejaron del insecto y éste salió volando hasta desaparecer en algún punto de semioscuridad.

—¿Quién eres? —le pregunté adquiriendo por primera vez una actitud tajante.

—No soy tu enemigo, creo que eso lo tienes claro —respondió Aleksey. Entonces la banda de músicos comenzó a tocar una melodía y él reaccionó, levantándose un segundo después.

—Me encanta esta canción —soltó, tendiéndome la mano— ¿Bailamos?

Lo miré intrigada, aceptando el ofrecimiento sin despegar los labios; juntos nos dirigimos a la pista de baile, percibiendo las miradas de todo el mundo clavadas en nosotros; el chico me agarró de una manera perfecta, haciéndome ver que dominaba la situación.

—Eres una caja de sorpresas —le dije. Por fortuna llevaba mucho tiempo practicando el tango. Y me sentía intrigada…

—No tengo amigos, no tengo amores, no tengo patria, ni religión —entonó el cantante con una voz exquisita que logró infundirme una pizca de frenesí. Aquella letra era de mis favoritas y Carlos Gardel un genio digno de copiar; aunque el hombre de aquel tugurio clandestino no lograba brillar tanto, cuanto menos se le acercaba de una manera gloriosa. Por no decir que se me antojó la canción perfecta para el confuso momento en el que nos hallábamos.

Comenzamos a movernos a un ritmo frenético y pronto todo el mundo nos miró con los ojos muy abiertos. Yo me daba cuenta mientras me giraba, permitiendo que él apretara mis curvas mientras captaba todo cuanto sucedía a nuestro alrededor sin perder ni una pizca de atención en cada uno de mis movimientos.

—Buena bailarina, a la par que hermosa —me alagó Aleksey en un momento de pausa, con la respiración acelerada.

—Tu también —le respondí sincera, oyéndole a pesar de la música— ¿Quién es tu benefactora?

—Es una pregunta interesante —contestó, dándome un giro.

—No me gusta que jueguen conmigo. Contesta o me marcho ahora mismo.

—Cuando te pones furiosa brillas más todavía, Adelle.

Su respuesta me enfadó y me solté, dispuesta a abandonar el local. Pero él me agarró por la cintura, me dio la vuelta con un gesto cargado de emoción y me inclinó hacia atrás, al mismo tiempo que finalizaba la música… el garito se llenó de aplausos ensordecedores, de silibidos… ambos jadeábamos por el esfuerzo, nos miramos a los ojos, con las caras muy cerca…

—¿Qué es lo que deseas de mí? —le pregunté, conteniendo las ganas de besarlo y abofetearlo al mismo tiempo.

—Muchas cosas —fue su respuesta—. Empezando por ayudarte a descubrir que eres…

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Ciudades de tiniebla Capítulo 4. Tangos lejanos por Ramón Márquez Ruiz se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Me llamo Ramón Márquez Ruiz y soy escritor, diseñador gráfico e ilustrador. Bienvenidos a Novelesco. Si deseas saber más cosas sobre mi, clica abajo. Muchas gracias por leerme ; )

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