El chico contempló a través del cristal como el ataúd se introducía en el horno, con una lentitud que en aquel momento le resultó de lo más irritante. Y sus emociones se desbordaron hasta que no pudo soportarlo, comenzó a golpear el vidrio con el puño cerrado mientras su cara quedaba bañada de lágrimas. Ya no le importaba que los trabajadores lo miraran, no le importaba absolutamente nada; se había quedado solo, su padre estaba a punto de calcinarse junto a las cosas que había creído conocer sobre la vida, junto a una falsa seguridad… Sollozó, le costaba respirar… Su única acompañante le dio la vuelta y lo abrazó con fuerza; la mujer rubia también lloraba en silencio, ocultando los ojos tras unas enormes gafas de sol. Y en aquel momento ambos se fundieron en un solo ser, compartiendo la pesada losa de la pérdida.

—Ya… no… me queda… nadie —dijo el joven con la voz entrecortada, apenas lograba hablar.

Entonces ella se levantó las lentes hasta situarlas en la cabeza y se apartó de él para agarrarlo de la cara; necesitaba que la mirara a los ojos, necesitaba transmitirle lo que sentía.

—No, cariño —consiguió decirle, después de perderse durante unos instantes en aquella mirada herida—. Aún te quedo yo, ¿Me entiendes? Yo soy tu familia.

Él la observó un segundo y se dejó acunar de nuevo por sus brazos; pese a que sabía que lo decía de corazón, ahora conocía la verdad absoluta sobre el TODO: nada duraba eternamente, ni siquiera la vida de un buen padre. Y los seres humanos eran efímeros, tan etéreos como un sueño.

Ambos se volvieron hacia el cristal, cogidos de la mano. El reflejo de dos personas bien vestidas les devolvía la mirada, pese a que ellos no fueran conscientes, manteniendo la vista atrapada en cada uno de los movimientos del operario que cerraba una pesada puerta de metal.

—Vivir es un asco —dijo el chico; la mujer intensificó la fuerza de sus dedos y soltó un prolongado lamento”.

«En la actualidad»

 

Llevaba un buen rato sentado y oía como uno de mis compañeros vomitaba en el pasillo, con tanta fuerza que pensé que se ahogaba.

—Vaya trayada, casi se le escapa aquí mismo —comentó un hombre desde una silla cercana. Los miré un segundo antes de volver a mi mundo interior, en aquel momento bastante perturbador.

Tanto yo como algunos testigos permanecíamos a la espera, en una sala alejada del ajetreo. La escena había sido tan espeluznante que hasta los directivos de arriba no tardaron en aparecer con un equipo de psicólogos bajo el brazo, en un intento de controlar la situación y ayudarnos a afrontar la pérdida de dos compañeros.

—Mira, era un tremendo bastardo —escuché otra conversación vecina que me sacó de mis tribulaciones—. Malo como él solo. A ese chaval lo trató como a una mierda, vamos, como a un perro antes de morir…

Por instinto supe que hablaban sobre mí y dediqué a la pareja una mirada seria, logrando que dejaran de mencionarme y bajaran el volumen, hasta casi susurrar.

—Pero nadie merece un final así, por no hablar de Ángela… Qué pena de chica, con lo guapa y buena persona que era y se ha muerto con ese capullo…

—Tienes razón, pero ahora sabemos que su gusto para los hombres era malísimo, pobrecita —soltó la mujer, afectada.

Asqueado de seguir escuchando intenté desconectar. Nada más darle el último trago a la botella de agua miré el recipiente vacío, esperando encontrar una respuesta a la desagradable pregunta que llevaba rondándome desde mi encontronazo con la muerte. Yo sabía que no había sido culpa mía, que era una probabilidad imposible. Pero entonces… ¿Por qué me sentía culpable? Notaba un remordimiento asfixiante, como si hubiera asesinado a dos personas, una idea de lo más ridícula. Recordé aquella voz que había oído en el baño, antes de que fallaran las luces… Sentí un profundo repelús…

El compañero que casi había perdido el esófago en el pasillo entró en la sala y se sentó a mi lado, devolviéndome al mundo real; se trataba de un chico de mi edad, con el que siempre me había llevado de maravilla. Y la extrema palidez de su rostro logró preocuparme lo suficiente como para preguntarle si se encontraba mejor.

—¿Joaquim, estás bien?

—Si, gracias Darío —contestó—. Aunque no he podido llegar al baño, por suerte he pillado una papelera.

—No te preocupes —lo calmé con unas palmadas en el hombro; en ese momento supuse que en mi cara debía de dibujarse una expresión similar. Yo casi había vomitado allí mismo, ante la escena del accidente.

—La verdad es que esto me ha dejado muy jodido —se sinceró él, aflojándose el nudo de la corbata—. El boss era un gilipollas rematado, pero joder… y Ángela…

Oír su nombre otra vez me provocó un escalofrío desagradable. La recorde aquella mañana, tan buena y perfecta como siempre y un carrusel de recuerdos pasó a toda velocidad ante mis ojos: todas las sonrisas que me había regalado, las pequeñas conversaciones que habíamos mantenido de vez en cuando… la imagen de dos piernas temblorosas y poseídas por un mortal estertor me golpeó en la cabeza, cortándome la respiración. Noté que mis ojos comenzaban a empañarse. “Ángela… No…”

—La virgen, es que no puedo parar de recordarla esta mañana; cuando la he visto con ese vestidito y esos zapatos casi se me han salido los ojos. ¿Sabes una cosa?

—¿El qué? —pregunté, logrando parar el torrente que amenazaba romperme.  En ese instante no tenía muchas ganas de hablar, pese a que me había dado cuenta de que escuchar a alguien que no me pareciera imbécil lograba mantener a raya mis propios pensamientos.

—Voy a coger todos los taconazos negros de mi mujer y los voy a tirar a la basura. ¿Es surrealista, verdad?

Lo miré con un amago de sonrisa; tras meditarlo un segundo me di cuenta de que también les había cogido manía.

—Seré sincero, si llegas a preguntarme a primera hora te habría respondido que sí; pero ahora no me lo parece, en absoluto. Creo que haré lo mismo con los de Mercè…

Al nombrar a una mujer Joaquim entornó los ojos y percibí su curiosidad. Cavilé que tal vez ambos necesitábamos hablar sobre temas comunes y triviales, alejados de las cosas macabras del trabajo.

—¿Qué, ya tienes novia, bribón?

—Pues no —respondí—. Podría decirse que es mi madrastra, o algo por el estilo.

—Ah.

—El sr. Dédalo, Darío Dédalo —me llamó una voz femenina, cortando la conversación. Los dos miramos hacia la puerta, descubriendo a una rubia despampanante. Pese a que su constitución no era normal, poseía algo magnético que nos dejó callados; sus musculadas proporciones delataban las horas de entrenamiento en un gimnasio, aunque no perdía ni un ápice de feminidad. Lucía un elegante y ajustado vestido blanco que le llegaba hasta las rodillas y que lograba causar efecto sin mostrar nada de carne, salvando las piernas.

—Seguro que es una de las psicólogas —me susurró Joaquim, dándome unas palmadas en la rodilla—. Pídele sus datos que yo también quiero que me atienda ella —añadió, guiñándome un ojo.

Me levanté y caminé hasta la recién llegada, haciéndole un gesto impulsivo con el brazo. Durante un momento noté que me estudiaba con interés y sentí como sus fríos ojos azules hacían un barrido por toda mi silueta. Nos dimos la mano y me indicó que la siguiera; al darse la vuelta descubrí dos cosas que me dejaron un poco alelado. La primera, era que tenía más espalda que yo. Y la segunda, que el vestido la dejaba visible en un escote de infarto, que le llegaba hasta la parte alta de la cintura, regalándome uno de los espectáculos más increíbles de los últimos meses.

“Nunca pensé que una mujer así pudiera ser tan explosiva” reflexioné, con los ojos clavados en su bonito trasero. La psicóloga se detuvo ante la puerta de un despacho, la abrió y me indicó que pasara con una reluciente sonrisa.

—Por aquí, caballero —apoyó el gesto con una voz firme y sensual.

Ella se sentó tras el escritorio y contempló en silencio cómo yo hacía lo mismo, al otro lado. Supuse que se trataba del lugar de trabajo de algún ejecutivo, cedido para la ocasión. Dediqué un rápido vistazo a las fantásticas vistas y las comparé con las de mi cubículo.

—Primero me gustaría decirle que lamento todo lo que ha sucedido, no ha debido de ser agradable —dijo la psicóloga, ante mi silencio.

Intenté sonreírle pero el gesto se quedó a medio camino; no obstante noté algo particular en su pronunciación.

—Gracias.

—¿Le importa si nos dejamos de tanta cordialidad? —me preguntó de repente, regalándome otra sonrisa—. Aparentas rondar los veinti algo, ¿me equivoco?

—Mañana cumplo los treinta.

—Vaya —añadió afectada—. Lo lamento muchísimo, que haya sucedido algo como esto casi el día de tu cumpleaños no ha de ser alentador.

—¿Puedo hablarle con propiedad?

—Claro, tutéame; me llamo Marla.

—Encantado —dije, intentando no oír a mi timidez innata; su nombre revoloteó en mi cabeza sonándome de algo, pero en aquel momento comenzaba a sentirme tan desbordado que no le di muchas vueltas—. Ver eso en cualquier día es una soberana putada que no recomiendo a nadie.

—Comprendo; tengo entendido que fuiste uno de los que encontró… la escena, digamos.

Asentí. “No quiero recordar” pensé. Y aquella voz maligna del baño volvió a inundar mi cabeza, pidiéndome que lo deseara, que deseara que algo malo le sucediera al boss…

—¿Estás bien? —me preguntó Marla de repente, haciéndome volver a la realidad.

—No.

Los dos nos miramos a los ojos y ella pareció reflexionar sobre algo.

—¿Y esa mancha? —me preguntó pasados unos minutos, haciendo referencia a mi camisa.

—El señor De Felipe me tiró encima, y a mala fe, un café hirviendo —respondí sincero.

—Veo que hoy esta empresa ha amanecido fatal —puntualizó Marla, aunque más para sí misma—. Algunos de tus compañeros me han hablado de cómo era ese señor. Y he de admitir que me ha sorprendido.

—De Felipe era un cabrón —añadí por impulso—. Disfrutaba torturando psicológicamente a sus subordinados. Cada mañana escogía a un par de personas y les hacía pasar una jornada infernal. Hasta ha llegado a embestirme en un pasillo, a lo toro salvaje. Pero morir así… —me pasé la mano por la barba, en un intento de sacudir mis emociones.

La mujer observó cada uno de mis movimientos, evaluándome.

—Y que puedes decirme de la otra víctima, de Ángela Sánchez.

Necesité respirar hondo antes de proseguir. Volvieron ante mi un alubión de recuerdos. Ángela coloácndáose un mechón de cabello detrás de la oreja, Ángela sonriendo a todo el mundo, Ángela llenando aquella oficina de mierda con una luz especial.

—Que no se merecía ese final; vamos, ninguno de los dos. Pero ella muchísimo menos. Era una persona genial, auténtica.

—¿Escuchaste rumores o comentarios sobre la relación que manteáía con su jefe?

No me hizo falta pensar.

—Jamás —respondi—. Creo que mucha gente la apreciaba. Con mi jefe ya cambia la cosa, tal y como le he comentado antes. Valiente hijo de perra, no me explico como alguien desearía formar parte de su vida…

—Ambrosio De Felipe estaba casado y tenía cuatro hijos, dos de ellos menores de diez años.

—Genial —dije apartando la mirada de aquellos preciosos ojos azules, para perderme a través del ventanal. Me sentí mucho peor al pensar que en un breve lapso de tiempo unos crios habían perdido a su padre. Tal y como me había sucedido a mi.

—No ha sido culpa tuya, ¿Lo sabes, verdad? —alegó Marla, logrando que volviera a prestarle atención.

—Lo supongo —respondí—. Que yo sepa no controlo cortocircuitos en edificios o algo por el estilo. ¿Ya se sabe que ha sucedido?

Ella negó con la cabeza.

—Aún lo están investigando. Pero se sospecha a que se debe a un fallo en el sistema eléctrico, algo que no debería haber sucedido, desde luego, y mucho menos en una inversión tan cara como esta. Créeme si te digo que lloverán demandas millonarias a los posibles responsables.

—Vaya —solté, impulsivo, esbozando una triste y breve sonrisa. Fuera seguía diluviando a raudales.

—¿Puedo hacerte una pregunta personal? —soltó ella a continuación.

Asentí con un movimiento de cabeza. Necesitaba no pensar, no pensar nada…

—Bueno, no deseo preguntar nada, sólo siento curiosidad; tu apellido es muy pintoresco.

—Gracias —respondí—. Mi padre era un hombre con un extraño sentido del humor; pero me inscribió en el registro con el de mi madre, poco después de que falleciera.

Marla me miró a los ojos, sin pestañear.

—Lo siento mucho, no quería remover más energías negativas.

Nunca había ido a la consulta de un psicólogo pero aquella mujer me parecía diferente, muy cercana. Y  en aquel momento necesitaba justamente eso, que una persona capacitada me hablara y me escuchara de tú a tú.

—¿Ahora puedo preguntarte yo algo? —dije sin pensar; cuando mis labios dejaron de pronunciar la última palabra sentí que mi cara hervía, supuse que cambiaba de color hasta quedarse muy roja. “Como siempre, un hacha con las mujeres”.

—Depende de lo que sea no pienso responderte, queda claro —contestó ella, pícara.

—¿Eres inglesa? —decidí soltarme; ya me había metido en el charco y su pronunciación la delataba, pese a que hablara un español casi perfecto. “Necesitas desconectar, está aquí para eso”.

—No, la verdad es que soy americana. Aunque mi padre era un barcelonés afincado en Madrid, por lo que desde pequeña me machacaron mucho con el idioma; y lo cierto es que me encanta.

—Genial —“Has acertado un montón. Esto me pasa por pasarme de chulo» me regañé por dentro—, me parece muy acertado no perder las raíces ¿Y cómo acabaste siendo psicóloga de Creytok? —“frena, va a pensar que intentas ligar con ella o algo por el estilo” me regañé; ni siquiera yo mismo comprendía lo que me impulsaba a actuar de una forma tan lanzada. “Debes de tener un shok, o algo por el estilo”.

Marla me observó seria un instante y estalló en una sonora carcajada, dejándome sorprendido.

—Lo siento Darío, no pretendo ofenderte, de verdad —añadió, intentando dejar de reírse—. Tu planteamiento me ha dejado fuera de combate, aunque lo entiendo a la perfección. No soy psicóloga.

—¿Ah, no?

—Vuelvo a disculparme, vas a pensar que soy idiota o algo por el estilo. Me llamo Marla Stone…

La miré sin poder controlar mi expresión de sorpresa. De golpe sabía de qué me sonaba ese nombre. Todos los trabajadores, sin importar el cargo, habían oído hablar de esa mujer.

—Y soy la propietaria de Creytok.

Una hora después logré salir de la oficina; la charla con la señortia Stone aún revoloteaba en mi cabeza, me sentía anestesiado y encantado a partes iguales. Añadiré que de una forma muy extraña.

“No me lo creo” pensaba, cuando noté la vibración del móvil en el bolsillo del pantalón. Lo saqué como pude bajo la lluvia y el viento, con el paraguas oscilando de forma peligrosa.

—Mercè —leí en voz alta. Tenía quince llamadas perdidas suyas, por lo que lo descolgué enseguida.

—Darío cariño, por fin contestas —me dijo alarmada.

—Hola —respondí.

—Me he enterado de lo que ha pasado en tu trabajo, ¿estás bien?

—¿Como que te has enterado? —quise saber, curioso.

—Hará una hora que ha salido en las noticias. Se ve que uno de tus compañeros lo twiteó y se ha convertido en trending topic, te lo puedo asegurar, tan viral que ha batido récords. ¿Ya has salido?

—Si, estoy en la calle de camino a la parada del autobús.

—¿Y no has visto jaleo en la puerta? Por lo visto los han echado antes de que salieras. Estaba a reventar de periodistas. La verdad es que tus jefes han actuado con una eficacia escalofriante, hasta se han llevado detenido a uno de los cámaras y a varios reporteros.

—¡Que me dices! —exclamé sorprendido. “No veo que Marla sea así” pensé. “No seas imbécil, es muy guapa y todo lo que tú quieras, pero no la conoces”.

Mercè siguió hablando durante cinco minutos en los que apenas le presté atención. Mi cabeza sólo podía pensar en la tarjeta de visita que había guardado en mi cartera, con una sugerente anotación escrita a bolígrafo. Y lo cierto era que el destino me había sorprendido, pese a que no fuera capaz de discernir si para bien o para mal.

Porque un tipo corriente como yo guardaba en la billetera la dirección de un lujoso restaurante francés de Barcelona, con una hora y un día escritos con una preciosa caligrafía de mujer.

Contra todo pronóstico, Marla Stone me había invitado a cenar, un acontecimiento extraño en un día muy jodido.

Y lo cierto era que no podía ni imaginar la de vueltas que me reparaba el futuro; ni siquiera vislumbraba al extraño anónimo que había en mi interior. Y que me llevaría hacia lo desconocido de una manera brutal.

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Ciudades de tiniebla Capítulo 5. El extraño anónimo que hay en mi (segunda parte) por Ramón Márquez Ruiz se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Me llamo Ramón Márquez Ruiz y soy escritor, diseñador gráfico e ilustrador. Bienvenidos a Novelesco. Si deseas saber más cosas sobre mi, clica abajo. Muchas gracias por leerme ; )

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