CAPÍTULO 6: UNO MÁS EN CASA

Carlitos miró al animal y una sonrisa bien grande se perfiló en su cara. El pelaje del cachorro era tan negro como la noche y sus ojitos, de un color verde esmeralda, centelleaban mientras lo investigaba todo con cierta curiosidad.

—¿Y seguro que es para mí? —preguntó el nene, acariciando la cabecita del felino.

Guille soltó una risita mientras Lucía contemplaba la escena, indecisa sobre como intervenir. Anselmo prefirió guardar silencio, poco dispuesto a participar. “Yo soy un inquilino” se dijo el hombre, “que se apañen entre ellos”. Ya habían transcurrido unos minutos desde que la vecina llegara a su casa acompañada de su nieto y el animalito, al que acunaba entre los brazos. Por lo visto una de sus gatas había parido una camada de cuatro crías y tanto Julián como su hijo les estaban buscando un nuevo hogar.

A Lucía no le extrañaba; entre la abuela y los tres gatos… no quiso ni pensar. Cuidar a una persona mayor y enferma, que se iba degradando con el tiempo debía ser extremadamente difícil, sobre todo para Julián. Aunque el pobre manejaba la situación con mucho tesón, algo digno de elogio.

—Hay que hablarlo con papá —le dijo la mujer al niño, dedicando una mirada al abuelo, para ver si la ayudaba de alguna manera. Anselmo le devolvió el gesto encogiéndose de hombros. “Vale, me dejas sola ante el peligro” pensó ella. Comprendía que su suegro no deseara intervenir en según que decisiones domésticas, por lo que escogió no presionarlo más. Ni ella ni Carlos se habían replanteado nunca la idea de tener mascotas en casa; aunque debía admitir que el gatito era precioso, muy muy bonito. Y notaba la atracción magnética que el crío sentía hacia él; a Carlitos siempre le habían gustado los animales, desde muy pequeñito… “Pero Carlos…” pensó. Su marido era un hombre muy estricto para algunas cosas, aunque también extremadamente adaptable.

—Y esos dedos, Anselmo, ¿Cómo lo lleva? —Guille rompió la tensión del momento.

El hombre le dedicó una sonrisa. Ya habían transcurrido un par de meses desde su pequeño accidente doméstico, en el que se rompiera el dedo anular.

—Perfecto, muchas gracias por preguntar.

El chico le devolvió el gesto.

—Me alegra oír eso.

Mientras los adultos charlaban o cavilaban, el niño se iba acercando cada vez más a la señora Clotilda y al animalito.

—¿Puedo cogerlo? —preguntó con timidez.

—Claro que sí, bonito —contestó la anciana, tendiéndole al cachorro.

—¿Te gusta? —quiso saber Guille—. Mi abuela lo ha escogido personalmente para ti. Los otros son marrones.

—Es precioooso —dijo el nene, acunando al bichito entre los brazos. El gatito le dedicó una intensa mirada y soltó un maullido.

La escena resultó tan encantadora que hasta Lucía se enterneció. “A la porra” se dijo. “Nos lo quedamos, luego ya me encargaré de Carlos”.

—Muchas gracias, Clotilda —le agradeció a la vecina—. Lo aceptamos con mucho gusto.

—Y no vas a tener que preocuparte de sus necesidades, Carlitos —añadió Guille—. Ya tiene dos meses y lo hemos educado para que haga sus… cositas, sí eso, en un cacharro con arena.

—¡Uala! —exclamó el nene—. ¡Es un súper gato!

Carlos se subió al ascensor bastante cansado y tras darle al botón del cuarto, dedicó un instante para estudiar su aspecto en el espejo. “Tengo cara de estar hecho polvo” se dijo, aflojándose el nudo de la corbata. Menos mal que por fin había llegado a casa, vaya día más pesado. “Ahora solo quiero estar con los míos un rato, luego un revolcón si Lucía me deja y a dormir”.

Unos instantes más tarde por fin, después de una jornada desquiciante, Carlos logró entrar en su morada. “Hogar, dulce hogar” pensó. Una frase tópica que, sin duda, reflejaba lo que más deseaba en ese momento.

—¡Hola familia! —saludó desde la puerta. Después la cerró con llave y se volvió hacia el oscuro pasillo, quitándose el abrigo y colgándolo en un perchero cercano. Conocía tan bien su casa que ya no necesitaba encender las luces para deambular por ella; eso le daba un aire misterioso que lo relajaba, le permitía descansar los ojos quemados tras horas mirando un monitor y fantasear unos instantes, libremente. Avanzó unos pasos, risueño, hasta que de repente notó dos orbes brillantes y pequeños clavados sobre su persona.

—¡Joder! —soltó por auto reflejo. Buscó el interruptor más cercano y encendió la luz, topándose con un gatito negro en mitad del pasillo. El animal se dirigió hacia él ronroneando como un motor y comenzó a restregarse contra su pierna.

“Esto es nuevo” pensó Carlos, analizando la situación. Se agachó y lo cogió para mirarlo más de cerca, comprobando lo pequeño que era. “Es un cachorro, sin duda”.

—¿De dónde has salido tú, amiguito? —preguntó. “Vaya ojazos”.

En ese momento aparecieron Lucía y Carlitos al otro lado del pasillo.

—Hola cariño —le dijo su mujer, un poco tensa.

—¡Papá! —exclamó el niño, corriendo hacia él—. Éste es Nwag.

Carlos centró la atención en su hijo, arqueando una ceja. “¿Que el gato se llama Noire?” caviló. “¿Desde cuándo el nene sabe pronunciar francés?”.

—Vaya chavalote, tiene un nombre muy bonito —atinó a contestar, aún desconcertado.

—Nwag en Francia significa negro —dijo el crío, feliz—. ¿Me das el gato?

El hombre dedicó una mirada a su mujer, entornando los ojos. Después obedeció ante la petición del nene y le tendió el animal; Carlitos lo cogió y se fue corriendo, perdiéndose tras la puerta del salón.

—Lucía, tú y yo debemos hablar muy seriamente.

Al entrar en la cocina se toparon con Anselmo; el abuelo dedicó una mirada escrutadora a su hijo, se terminó su vaso de zumo de un solo trago y lo saludó con un beso en la mejilla. Carlos entornó los ojos.

—Solo haces eso cuando prevés que estoy mosqueado —le soltó.

—Te doy un beso porque soy tu señor padre —replicó Anselmo—. Y sí, preveo que ya estas cabreado.

—¿Y qué esperas? —estalló su hijo—. Llego a casa y me encuentro con que mira tú por dónde, tenemos un gato. Y… ¿Alguien ha tenido la decencia de consultarme? He tenido el teléfono a mi lado todo el santo día. Y no me habéis llamado para nada.

—Lo siento cariño —intervino Lucía—. Es culpa mía, no he sabido decir que no, es un regalo de la señora Clotilda. Parece que está atravesando un buen momento en su enfermedad, hasta se ha acordado de Carlitos.

Al escuchar la mención a la vecina el hombre se calmó un poco; pues claro, como no había caído. De vez en cuando Carlos quedaba con Julián y se marchaban a una tasca cercana, para tomar unas cervecitas y charlar un rato. Y un mes atrás, Julián le contó que una de sus gatas había parido una camada de cuatro crías, y que no se las podía quedar porque se sentía demasiado desbordado con todo.

—Lo siento mucho por los vecinos pero el gato se va.

—Venga hombre, no seas así.

—¡Joder Lucía! ¡No quiero animales en casa!

—Hijo, esa lengua —añadió Anselmo. La pareja dejó de discutir y ambos lo miraron un momento.

—¿Y tú como no has dicho que no?

—Pues porque yo soy un inquilino y vosotros sois un matrimonio de adultos. Así que ¡LECHES! Apechugad.

Acto y seguido el abuelo le dio unas palmaditas a su hijo en el hombro y se marchó. Lucía aguantó una risita; su suegro tenía un salero…

—¡Será posible! —exclamó Carlos—. Y vive aquí a cuerpo de rey… no es mucho pedir un poco de decisión en esta casa…

—Ven conmigo y mira esto.

La mujer cogió a su marido de la mano y lo condujo hacia la puerta del salón; seguidamente ambos asomaron la cabeza en silencio. El niño acariciaba al animal, acunándolo sobre su regazo mientras miraba la tele, sentado en el suelo y con la espalda apoyada en el bajo del sillón. Carlos también lo notó, esa brillante sonrisita… “Grandísima mier…” pensó.
La pareja volvió a meterse en la cocina y cerraron la puerta.

—Dime que lo has visto —soltó Lucía, impaciente—. Esta tarde Carlitos me ha dicho que ya sabía lo que quería ser de mayor.

—¿Ah, si? ¿Y que te ha dicho?

—Pues quiere ser veterinario o médico, pero la clase de médico que cura las enfermedades raras como la de la señora Clotilda.

“Vaya” pensó Carlos. Aunque debía admitir que se sentía gratamente sorprendido.

—Ahora escúchame —siguió hablando Lucía—. Ya sé que como padres en muchas ocasiones tendremos que decirle que NO, y que tampoco es una buena idea mimarlo demasiado… pero yo también quiero quedarme con ese gato. ¡Por una vez, la señora Clotilda se ha acordado de Carlitos! Hasta Julián y Guille están sorprendidos. Y dime que el bichejo es feo, venga, dímelo…

El hombre la miró fijamente, sin pestañear. Debía admitir que le había impactado lo de la vecina. “Bueno, sólo es un gato…”

—Está bien —cedió Carlos—. Lo tendremos de prueba unos días. Y si el gato se carga algo lo echamos a la calle.

Lucía lo miró seria, muy muy seria.

—Vale, vale, le buscamos un nuevo hogar. Sabes que no soy de esos… lo llevamos a una protectora de animales, o algo.

—Muchas gracias, cariño —le dijo ella, abrazándolo—. Ya verás cómo nos lo montamos bien. Y cuando nos vayamos a la cama te daré un premio…

Que le dijera eso consiguió que una pícara sonrisa se perfilara en la cara de su marido. “Y tanto que me vas a dar un premio” pensó, besándola en los labios. Por lo visto de un momento a otro, la familia había crecido. Quizá esa era una de las cosas buenas de vivir. Y mientras que los cambios fueran a mejor, a Carlos no le importaba seguir creciendo. Desde luego, sabía que Carlitos era, ahora, un niño mucho más feliz, si cabe. “Anda que si realmente se nos hace neurólogo o algo así…” se dijo.

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El niño que no entendía convencionalismos 6. Uno más en casa por Ramón Márquez Ruiz se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Me llamo Ramón Márquez Ruiz y soy escritor, diseñador gráfico e ilustrador. Bienvenidos a Novelesco. Si deseas saber más cosas sobre mi, clica abajo. Muchas gracias por leerme ; )

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