Al llegar a mi puerta e introducir las llaves me di cuenta de que no estaban echadas. Entré en mi apartamento, topándome con las luces de la cocina/comedor encendidas y con Mercè dormida en el sofá. La miré unos segundos antes de dejar la cartera en el colgador y mientras me quitaba el abrigo, ella despertó de repente, asustándose al verme.

—¡Merda! —gritó, llevándose una mano al pecho—. ¡Darío, me has asustado!

—Pues menos mal que ésta es mi casa —le dije, con un amago de sonrisa. Me sentía agotado, cansado de verdad, incluso demasiado hecho polvo como para hacer algo tan sencillo como sonreír. El viaje hasta Mataró me había matado y los asientos del autobús, absorbido la escasa energía que me quedaba.

—Tienes mal aspecto —me dijo ella, levantándose de golpe—. Anda, ven aquí.

Mercè abrió los brazos y una vez liberado del abrigo y del paraguas acepté el gesto de buen grado.

—Ha debido de ser horrible —me dijo a continuación, después de darme un beso en la mejilla.

—Sí, en general ha sido un día muy feo.

Entonces ella me sonrió y dedicó una mirada a mi camisa, viendo la mancha que la ensuciaba.

—¿Y eso? —quiso saber, arqueando una ceja.

—Mi jefe me tiró un café caliente encima. Lo malo es que el muy cret… —de repente me golpeó la realidad y la idea de insultarlo me pareció horrible. “Joder, pobre diablo”. “Y Ángela…”— Mi… mi jefe manchó la corbata preferida de padre…

—Oh, maleït imbècil —dijo ella en catalán, sin miramientos—. Bueno cariño, me la dejas luego y mañana la llevo a una tintorería que conozco…

—Mercè, mi jefe es el que se ha electrocutado hoy.

—Oh, ¡OHHH!… Vale, ya… Pues vaya.

La mueca de culpabilidad que se dibujó en su cara logró arrancarme una sonrisa. Siempre había sido una buena mujer. Con una mala leche de escándalo, pero una persona genial.

—De Felipe, es cierto, ha salido en las noticias…

—Has de explicarme lo que ha pasado en la calle —le sugerí, reprimiendo un cansado bostezo mientras me rascaba la parte trasera de la cabeza. Me notaba enturbiado, como sumergido en un aura insana y tensa.

—Mira, he traído dos botellas de vino tinto. ¿Por qué no te duchas, te pones cómodo y pedimos al japonés que tanto te gusta? Cenando, hablamos de lo que quieras.

—Es a ti a quien te vuelve loca ese japonés —le recriminé. Sin venir a cuento, la imagen de las piernas de Ángela temblando detrás del cuerpo del boss me sacudió, cortándome la respiración. Y la idea del vino me pareció acertada, muy, muy acertada.

—¡Pero si te encanta el sushi! —se defendió Mercè.

Eso era verdad, no lo podía rebatir. Me encogí de hombros, intentando no pensar más. Comenzó a dolerme la cabeza, por lo que me fui directo al baño, dejando a mi madrastra en el diminuto salón, marcando a la velocidad del rayo el número de su restaurante favorito.

El agua caliente me relajó tanto que cerré los ojos y por un momento creí encontrarme en el paraíso. El recuerdo del suceso revoloteó de nuevo por mi mente, pero conseguí cerrarlo. “Piensa en otra cosa…” me regañé. “En cualquier otra cosa…” Intenté imaginarme un cielo azul, moteado de pequeñas nubes blancas que se desplazaban en la inmensidad de forma perezosa; pero las piernas de Ángela volvieron a la carga, junto al constante repiqueteo de la hebilla del cinturón del boss… Noté otra vez aquel hedor a carne frita de fotocopiadora… Una arcada me sorprendió. “Joder” me dije, pasándome los dedos por la nariz. Cerré los ojos intentando no pensar en nada, pero el ansia ya era irrefrenable, por lo que acabé vomitando sin control.

“Te di lo que pediste, mi amor”

“¡Mierda! ¡¿Qué?!”

“Ahora formo más parte de ti…”

Seguí regurgitando hasta que ya no había nada que expulsar. “Qué diablos ha sido eso?” pensé, dándome cuenta de que me sentía un poco mareado. “Es un trauma, tengo un trauma, es eso”, reflexioné mientras dejaba que el agua se llevara los restos de la vergüenza. 

Luego agarré la toalla que había dejado colgada de un gancho y me sequé con enérgicos movimientos, antes de salir de la ducha. El vaho imperaba en el ambiente; limpié el espejo con el brazo y miré mi reflejo, soltando un prolongado suspiro. El cansancio y el asqueo se reflejaba en cada palmo de mi cara. “Felices treinta” me dije, intentando esbozar una sonrisa. Pero no me sentía nada feliz. Ángela, Ángela sonriendome al pasarle unos documentos, Ángela contandome un libro que le había gustado, Ángela, Ángela.

Vi como mis ojos se iban empañando poco a poco hasta que comencé a llorar de manera silenciosa, pensando en la guapa que había sido; y la recordé aquella misma mañana, ataviada con su vestidito negro y los taconazos de infarto… “Qué jodida e injusta puede llegar a ser la vida”. 

Me lavé las lágrimas con agua fría y volví a mirarme en el espejo. Entonces recordé a Marla Stone, lo único decente que había tenido en aquel día de locos. Y como me había hecho sentir, incluso por encima del agobio y el dolor… “Increíble”. En el bolsillo de la americana guardaba una tarjeta con su número y la dirección de un restaurante francés de Barcelona, uno de los elegantes y caros. Contra todo pronóstico, la dueña de un imperio se había interesado en un trabajador como yo, un chico del montón. 

“No seas ingenuo” escuché mi voz crítica. “Hay intereses ocultos.” “¿En mí?” me habló otra parte de mi cerebro. “SI, sí, claro campeón…” Por más que me revenara los sesos no se me ocurría qué podía tener yo de interesante para aquella mujer. Seguro que la señorita Stone había acompañado a magnates de cuerpo escultural y forrados. No era que me considerara feo, pero sí un tipo común. Y desde luego, de fortuna no iba precisamente muy bien servido.

“Para mí eres un ángel” me sacudió el pensamiento repentino. Sentí una presión en el pecho, me noté jodidamente incómodo. Reconocí la voz… era la misma que me había susurrado en los lavabos de Creytok… Me sobrevino otra arcada y respiré lentamente, conteniéndola. “Necesito desconectar” reflexioné. Entonces recordé que Mercè me esperaba en el comedor, con dos botellas de vino, que a bien seguro serían de las buenas. «Suerte que Mercè tiene un buen paladar” reflexioné, saliendo del baño.

Al entrar en mi pequeño comedor descubrí la cena bien colocada en la mesa.

—Ya tenemos aquí nuestra deliciosa comida japonesa —dijo Mercè con tono jovial, nada más verme, regalándome una sonrisa— ¿Estás mejor, cariño?

—Bastante —respondí, logrando devolverle el gesto sin esfuerzo. Aunque por dentro no me sentía demasiado convencido.

—¿Vino?

—Oh, sí.

Ella soltó una risita y me llenó una copa. La acepté y le di el primer trago, saboreándolo e intentando discernir la calidad. Pero mi paladar no era demasiado fino, al contrario que el de mi padre, que intentó educarme en algunos aspectos con escaso éxito… Al pensar en él necesité verlo y me planté delante del pequeño mueble de la entrada, sobre el cual había varias fotografías.

Mi progenitor me miró desde el papel, con su radiante sonrisa y su pose de galán tan característica, a lo actor cásico de cine. Sentí un nudo en la garganta. “Te echo mucho de menos, papá. Seguro que en un momento como éste, me habrías dicho un par de animaladas para relajarme y nos habríamos reído como posesos”.

Entonces, sin saber por qué, desvié mi atención a la imagen del marco de al lado, estudiando los rasgos de la difunta familia de Mercè. A pesar de no haber conocido ni a Hugo ni a los niños, las expresiones risueñas y felices de aquella fotografía siempre habían tenido el poder de cautivarme. Los críos se parecían mucho a su padre, aunque tenían rasgos indiscutibles de mi madrastra…

—Sabes —me sorprendió ella, apareciendo junto a mí—. Siempre te he agradecido sin palabras que te llevaras esta foto de mi casa y la pusieras aquí.

Ambos nos miramos a los ojos y nos sonreímos, antes de chocar suavemente nuestras copas en un brindis silencioso.

—Me hubiera encantado conocerlos.

—Estoy segura de que a Hugo, tanto tú como tu padre le hubierais encantado. Era un hombre maravilloso, mi primer amor, el irrepetible y el padre de mis hijos. Luego, bastante tiempo después, apareció un caballero canalla y seductor, que se topó con la horma de su otro zapato y que me volvió loca por ser el primer hombre en volver a comprenderme de verdad. Y más sorprendida todavía quedé al descubrir que aquel galán empedernido tenía un vástago y era tan viudo como yo…

Nos reímos al mismo tiempo.

—Su relación conmigo era muy abierta, hablábamos casi de todo. Y me contó cómo os pasasteis dos días intentando seduciros, en un tira y afloja monumental. Te llamaba “La rubia salvaje”.

—Lo sé, me tenía frita con ese mote. ¿Cenamos? Tengo mucha hambre…

—De acuerdo. Pero quiero que me cuentes con pelos y señales todo lo que ha sucedido en la calle mientras yo estaba en la oficina…

Tras cederle el último maki a Mercè como todo un señor, me recosté en la silla hinchado de tanto sushi. Ella masticó la delicia de arroz y salmón lentamente, degustándolo, y me rellenó la copa vacía con más vino.

—Estaba todo delicioso —dije, rompiendo la quietud del momento—. Muchas gracias por invitarme a cenar.

—De nada guapo, los treinta solo se cumplen una vez. Y ya veo algunas canitas por ahí arriba…

“A parte de un poco de panza” pensé.

—¿Y se ha filtrado quien lo twiteó? —quise saber, volviendo al tema que me interesaba. Mercè había alucinado con mi relato del día. Y yo no podía creerme el lío que se había montado en la calle.

—Y tanto —me contestó ella—. Un tal AitorPenades, o algo así. ¿Te suena?

—Para nada —dije, después de pensar unos instantes.

—Se le va a caer el pelo. Míralo en el Twitter, ya lo verás. Creytok ha intentado taparlo pero ha corrido como la espuma… Eso sí, la identidad de las víctimas siguen siendo un secreto. Pobre chica, por Dios… Y bueno, el cabrón de tu ex jefe…

Volví a dar un trago. “Ángela no se merecía un escándalo como éste, no se merecía morir así… ni siquiera el boss…”

—No soy un tipo de redes sociales, así que no tengo cuenta en ninguna de las dos.

—Joder Darío, así no encontrarás ni mujer. ¿Quién diablos no tiene una maldita cuanta en Facebook o en Twitter?

La miré encogiéndome de hombros.

—Bueno, eso es algo que solucionaremos en breve —alegó Mercè, levantándose —. Voy un momento a casa a buscar unas cosas. Puede que tarde, no lo sé —añadió, guiñándome un ojo.

—Al menos eres mi vecina —argumenté, poniendo una mueca.

—Y tu casera guapo, no lo olvides. Así que no te pases de listo… Y por cierto… no mires en la nevera, ¿Vale?

Me reí con ganas, intrigado, y vacié la copa de un trago.

Mercè me sorprendió desobedeciendo su petición, vencido por la etílica curiosidad que sentía.

—Te dije que no hicieras eso —soltó ella, con un tono cargado de resignación.

—Madre del amor hermoso —le dije, hipnotizado por la tarta—. Entre todas las malditas formas que hay en este mundo perdido de la mano de Dios… ¡HAS IDO A ESCOGER LA DE UNA MALDITA FOTOCOPIADORA!

Las dos piernas de Ángela volvieron a herir mi mente. De nuevo me hallaba viendo aquel espectáculo grotesco… Percibí  el hedor a carne quemada…

—Lo siento mucho, cariño —oí las disculpas, con un tono afectado—. Como trabajas en una oficina… La encargué la semana pasada y la he ido a buscar esta mañana, no sabía los mórbidos detalles del día… y cuando me lo has contado durante la cena me he quedado como loca…

Cerré los ojos, intentando no pensar y bloquear los recuerdos. Me sobrevino una arcada pero la contuve y respiré lentamente, calmando mi agitada cabeza. Un minuto después todo volvió a su sitio y aliviado me volví para mirarla, descubriendo que iba cargada con tres paquetes muy bien envueltos y una botella de un wisky japonés.

—No pasa nada, no te preocupes —le dije, arrepentido de mi actitud. Cerré la puerta de la nevera y la abracé, antes de darle un beso en la mejilla—. Hoy me siendo muy raro…

—Tranquilo, lo entiendo. Ya son las doce, así que… ¡Felicidades, treintañero! Vayamos al sofá, esto es para ti.

Abrí el primer regalo intentando tener ilusión, pero los acontecimientos del día me habían dejado con la energía de un ladrillo. Tras varios intentos logré atisbar su secreto contenido.

—Muchas gracias, es muy bonita —solté, poco convencido. La camisa no era fea del todo, pero el estampado de cuadros rosas y blancos no acababa de convencerme.

—Oh, no te gusta —dijo mi madrastra, dando un sorbo a su vaso. Los hielos tintinearon contra el cristal, creando un sonido hipnótico—. Coincidí en el probador con un chaval que se la enseñaba a su novia, y al vérsela me encantó como quedaba puesta. Yo creo que ligarás seguro, a las mujeres nos gustan los hombres sensibles.

—¿Y éste color quiere decir eso? —pregunté, riéndome por su comentario. Entonces noté un bulto entre las telas y la desplegué, topándome con una caja de condones.

—¡Ese era el regalo sorpresa, cariño! —exclamó Mercè, chasqueando los dedos.

Los dos estallamos en una sonora carcajada. Mi relación con aquella mujer no era formal. Más que con mi madrastra, en muchas ocasiones me sentía acompañado de una amiga, con mucho instinto protector y maternal, pero pasado por un alocado y divertido filtro.

—Ya sé por qué llevas un tiempo sin levantar cabeza, chavalote —alegó ella, imitando un tono que añorábamos muchísimo, el de mi padre—. Te falta mojar el pizarrín…

Me reí al escucharla y le di un beso en la mejilla.

—Llegué a odiar que me dijera eso, pero ahora lo echo tanto de menos —alegué a continuación.

—Te quería con locura Darío, muchísimo. Eras lo más importante para él… —le tembló la voz—. Y en ocasiones disfrutaba enfadándote, ya lo sabes. Toma, abre el segundo, venga…

Dejé la prenda y los profilácticos a un lado del sofá y obedecí sin rechistar, un poco más enérgico. El papel apenas opuso resistencia y en pocos segundos me encontré mirando la caja de una Polaroid, que venía con un paquete de papel especial. Huelga decir que el segundo presente me encantó más que el primero. Aunque los condones nunca estaban de más…

—¡Que pasada! —exclamé.

—Al verla me pareció una idea original.

Abrí el envoltorio y saqué la cámara, para examinarla.

—Papá tenía una cuando era pequeño —sonreí al recordar aquello—. Un día se me cayó y se rompió, quedando muy hecha polvo.

—Lo sé cariño, él me lo contó hace tiempo. Supongo que me acordé de esa anécdota y cuando la vi, supe que era para ti.

Ella bebió un poco de whisky en silencio, hasta que se decidió a hablar.

—Y tu tercer regalo…

Noté algo en su tono de voz, como si no estuviera convencida. Entonces miré a su lado y vi el paquete que todavía no me había dado, dándome cuenta de que lo había colocado alejado del resto. “Que extraño” me dije, observando como lo cogía y me lo daba.

—Muchas gracias.

—Lo he querido reservar para el final porque tiene algo de historia. Así que antes de que lo abras, quiero que me escuches atentamente.

Asentí con un gesto de cabeza y dejé las manos quietas, intrigado por el giro de los acontecimientos. “A lo mejor me está tomando el pelo” pensé. Pero captaba varios detalles en la actitud de Mercè que me indicaban todo lo contrario.

—Éste regalo me lo dio tu padre un poco antes de que se nos fuera. Y me hizo prometer que te lo daría cuando te viera preparado para recibirlo… Y vaya, la verdad es que me ha costado mucho decidirme. El año pasado estuve a punto de hacerlo, pero no sabría decir por qué, al final no me atreví.

Sentí como mis ojos se humedecían al recordar aquellos días, en la casa de campo que mi madrastra tenía por Gerona. Fueron los últimos que papá pasó con nosotros… “No pienses, Darío, ahora no”.

—¿Que es? —dije, aprovechando que ella hacía una pausa.

—Son las únicas pertenencias que él guardó de tu madre tras su muerte.

La miré con los ojos muy abiertos.

—¡Venga chavalote! —me instó ella, volviendo a imitar a papá.

—Joodeeer.

Me entró una corriente de energía por todo el cuerpo y me temblaron las manos antes de que se volvieran locas con el papel, al que no mostraron ninguna piedad. De repente había dejado de ser un adulto de treinta años para convertirme en un niño asesino de envoltorios en el día de reyes. “¡Esto es de mi madre, son sus cosas!” me dije alucinado.

Observé los dos objetos, dándome cuenta de que se trataba de cosas independientes entre sí. El libro tenía una pinta antigua y extraña, y en aquel momento no supe decir por qué, pero hasta el tacto me desagradaba, provocándome una sensación incómoda. Las cubiertas parecían de piel curtida, añeja, muy muy añeja, cosida con mucho esmero, tanto, que las costuras se asemejaban a cicatrices bien curadas.

—Lo sé —me dijo Mercè—. El aspecto es abrumador…

La miré a los ojos y dejé a un lado la bolsa de terciopelo que lo acompañaba, para examinarlo mejor. “Desde luego, es intrigante…”

La guarda estaba amarilla y raída, y al pasarla, la página crujió de forma desagradable, mostrándome que faltaba un gran trozo de hoja en el lado izquierdo de la portada, fragmentando el título y borrando el nombre del autor.

—Icon —leí las únicas letras que quedaban. Observé que la tipografía era grande y con cuerpo, llena de detalles. Al instante supe que posiblemente había sido escrita a mano…

—Es curioso, parece antiguo —musité.

—Lo es, aunque no sabría decir cuánto. Durante un tiempo insistí a tu padre para que lo llevara a un tasador, o a un especialista —suspiró—. Pero el muy cabezota se negó en rotundo. Me dijo que se trataba de un ejemplar escaso y muy valioso, y que no le interesaba que nadie supiera que lo tenía. Cuando me lo dio para ti, me hizo prometer que no se lo enseñarías a nadie.

—Vaya —solté, centrando de nuevo mi atención en el libro.

Pasé un par de páginas para darme cuenta de que mi primera impresión sobre la portada seguía siendo acertada. Todo él parecía haber sido escrito de puño humano, con una caligrafía contundente y pequeña. Estudiando el texto con mayor detenimiento descubrí que una parte de la redacción era en latín. E identifiqué que la otra, sin ser un experto, debía ser árabe o algún idioma similar.

Seguí pasando las hojas, percatándome de que todo el tomo se hallaba repleto de detalles e ilustraciones magníficas, pero aterradoras… Entonces, algo en mi interior logró que me parara en una página en especial y mi atención se centrara en un fragmento apartado del resto. La imagen de una mano de humo o vapor, que surgía de las profundidades de un ornamentado espejo, lo rodeaba, otorgándole un toque siniestro.

—Qui iam reliqui quod essentia rursum trans fretum poscere iustitiam vita adempta —leí en voz alta, casi de forma inconsciente. Noté una chispa eléctrica en los labios y un escalofrío por todo el cuerpo.

Mercè se sobresaltó.

—¡Por Dios Darío, no leas eso así! Ha sonado fatal, como un hechizo o algo similar.

—Lo siento, no sé qué me ha pasado —me disculpé, cerrando el volumen—. El librito parece haber salido del decorado de una película de terror.

—Yo pensé lo mismo cuando lo vi por primera vez. ¿Otro Whisky?

—Si, por favor. ¿Y lo que hay ahí también da grima?

Mi madrastra pareció relajarse.

—Averígualo —contestó, llenándome el vaso.

Acepté el reto y dejé el libro sobre la mesa, antes de coger la bolsa de terciopelo. Deshice el nudo de la apertura e introduje la mano, palpando un cuerpo de metal. Saqué el objeto con cuidado, satisfecho al ver que se trataba de un joyero de plata. Tras colocarlo sobre mi regazo, lo abrí sin miramientos, descubriendo que en su interior había un extenso zaco de cartas, con un precioso estampado en el reverso. Parecían antiguas, aunque bastante más recientes que el tocho siniestro.

Comencé a examinarlas, dándome cuenta de que se trataba de una baraja de tarot, con unos dibujos preciosos y barrocos, pintados con tal profusión de detalles, que cada naipe se transformaba en una obra de arte.

—¡Son increíbles! —exclamé, un poco más animado— ¿Y dices que también eran de mi madre?

—En efecto, cariño. Las dos cosas le pertenecían. Y me alegro de que te gusten, aunque ese libro me pone mala, no sé por qué. Hasta su tacto me repugna.

“A mí me ha sucedido algo parecido” pensé, mientras revisaba las cartas de una en una, poniéndolas con cuidado en el interior de la caja. En seguida hubo ciertos detalles que me llamaron la atención…

—Están… Están pintadas a mano, o eso creo…

—Cierto, son muy especiales. Hace tiempo se las llevé a una de mis amigas para que las revisara… ¿Te acuerdas de Maribel Sempere?

La miré entornando los ojos.

—La pitonisa… —puntualizó ella, haciendo un gesto con los dedos como si le metiera a la palabra unas comillas.

—Ah sí, vale… ¿Y qué te dijo?

—La verdad es que alucinó muchísimo. Llegó a ofrecerme bastante dinero por ellas, pero no podía haceros eso. Son tuyas por derecho propio, al igual que ese maldito vademécum del diablo…

Un rato más tarde los dos seguíamos hablando en el sofá, saboreando el caro whisky japonés. En varias ocasiones me vi tentado a preguntarle a mi madrastra cuanto había pagado por aquella botella, pero finalmente logré desistir. Y durante ese rato, los sucesos del día habían quedado relegados a un rincón de mi cabeza, volviéndose etéreos y evanescentes.

—Tengo una idea —me dijo Mercè, como tocada por un rayo— ¿Por qué no te pruebas la camisa y te hago una fotografía? Así verás que soy una mujer con un gusto exquisito para vestir a los hombres.

—¿Ahora? Estoy muy bien en el sofá…

—Venga va, yo preparo la cámara mientras te cambias… No seas malo y compláceme, anda… tu padre siempre me hacía ese favor y en muchas ocasiones le demostraba que tenía buen ojo para vestirlo, aunque siendo sincera, no le hacia ninguna falta.

—Lo sé, era un Gentleman.

Nunca se me había dado bien quedar impasible a sus expresiones de súplica por mucho tiempo. Supongo que en aquello me parecía a papá, por lo que a regañadientes me fui a mi cuarto y me cambié, poniéndome de paso los pantalones que había llevado durante el día. Una vez vestido me miré en el espejo del baño, comprobando que en efecto, la camisa puesta quedaba diferente… “La vas a cambiar y lo sabes” me dije con total sinceridad. El rosa era un color que no me encajaba, al contrario que a mi progenitor, que había tenido de todo de ese tono y lo había lucido impasible, con la rubia cogida del brazo.

“Marla” pensé de repente, acordándome de ella por primera vez en un buen rato.

—¿Sales ya o qué? —me increparon desde el comedor.

Suspiré y regresé al salón.

—¡Guapísimo! —exclamó ella—. Venga, ponte chulo.

Me crucé de brazos e intenté sonreír, pero no me apetecía en absoluto hacer aquel paripé. Mercè esperó paciente, preparada para hacer la fotografía, hasta que comprendió que no iba a lograr otra pose.

—Eres más soso que las piedras, ¿Lo sabías?

—Venga ya, hazla de una maldita vez. He hecho lo que querías, ¿no?

El flash me cegó por unos instantes y la cámara emitió un sonido al comenzar a imprimir la fotografía.

—Vale, vale, ya está cariño, creo que saldrá genial. Muchas gracias por complacerme. ¿Quieres otro whisky?

—Si, por favor. Me voy a cambiar, ahora vuelvo. Hoy necesito pillar un cebollón.

Mercè se retiró a su casa a las dos y media de la mañana, con la botella que había traído casi vacía y el pastel con forma de fotocopiadora tan intacto como había llegado.

Me puse el pijama con la camisa sin abrochar y me metí entre las sábanas, deseando no tener demasiada resaca al día siguiente. En poco tiempo sucumbí a un sueño etílico, intranquilo, que me mantuvo dando vueltas en la cama hasta que me desperté de repente, bañado en un sudor helado. En mi habitación hacía un frío incómodo, incluso con el edredón podía notar como me calaba en lo más hondo de los huesos.

Abrí los ojos, notando la boca reseca y un olor extraño, penetrante, como a carne quemada. El apagado fulgor de la calle se filtraba entre las rendijas de la persiana bajada, rompiendo ligeramente la oscuridad. Escuché una respiración acelerada y miré en la dirección, distinguiendo a una silueta femenina parada frente a mi.

—Que narices… —solté, todavía borracho.

—Hola Darío —me contestó alguien desde las tinieblas, con una voz lejana.

Al reconocerla, un intenso escalofrío recorrió cada palmo de mi cuerpo y desesperado, busqué el interruptor. Debía de hallarme en un sueño, era imposible.

Mi mano encontró lo que buscaba y el fogonazo me cegó por un momento. Pero unos segundos más tarde, vi algo que me cortó la respiración.

Ángela me miraba desde los pies de la cama, con su vestido negro arrugado… estaba muy rara, no parecía ella misma… su melena enmarañada enmarcaba un rostro ceniciento, en el que se dibujaban unas pronunciadas ojeras bajo unos siniestros ojos muertos y blancos…

—Me sentía muy perdida, Darío… —comenzó a decirme—. Es un lugar tan oscuro…

—Án… Ángela, como has venid…

—De repente escuché una voz que hablaba en un idioma raro… y te reconocí… —se pasó una mano por la cara y miró a su alrededor, como perdida— ¿Estoy muerta, verdad?

—¿Q… Que?

—Sí, ahora lo recuerdo… él me la metía en la sala de las fotocopiadoras, prometiéndome como siempre que dejaría a su mujer y a sus hijos para irse conmigo… ¡Puto mentiroso de mierda! ¡TODOS LOS HOMBRES SOIS UNOS CABRONES!

—Án… Ángela… —intenté llamar su atención, con los ojos nublados y un regoldo agrio en la garganta…

—Sentí mucho dolor y chillé, y chillé. Tenía una vida prometedora, ¿Sabes? —de golpe me frunció el ceño, soltando una risita sarcástica que se desvaneció al instante. Y me miró con intensidad, mientras en su cara se dibujaba una expresión llena de una furia aterradora— ¡TÚ! ¡TÚ! ¡FUISTE TÚ!

—¡¿QUÉ?! —exclamé angustiado, notando como las lágrimas empezaban a bañarme la cara—. Es imposible Ángela, yo no puedo hacer…

Entonces ella agarró el edredón, me destapó entero de un estirón y se abalanzó sobre mí, arañándome el vientre con sus uñas rojas… yo no podía moverme, ya que me había quedado paralizado de la impresión y grité a pleno pulmón, viendo como me abría en canal y la sangre comenzaba a salpicar por todas partes…

—¡TÚ ME ASESINASTE, BRUJA DE MIERDA! —bramó desquiciada, sacando fuera trozos de mis entrañas.

Una parte de mi cabeza recordó tanto la pesadilla que había tenido el día anterior como la siniestra voz que me hablaba en ocasiones Y fue en ese momento cuando sentí que sus manos se cerraban en torno a mis tripas, y noté como estiraba bien fuerte, abriéndome la herida hasta el pecho. El dolor se volvió insoportable, no podía respirar. Dejé de ver con claridad, Ángela forcejeaba contra algo que surgía de un rincón oscuro de mi y tras varios intentos conseguí enfocar mejor, viendo que había sacado de mi cuerpo unos brazos esqueléticos, de manos de dedos largos y retorcidos. No obstante ya no tenía fuerzas para gritar, ya no percibía nada y la oscuridad se apoderó de mi mente…

Abrí los ojos invadido por unas increíbles ganas de vomitar. Conseguí levantarme y corrí al baño desesperado, tapándome la boca con la mano. No logré llegar al váter, por lo que mi estómago descargó su furia sobre el mueble de la pica. “Dios mío, que pesadilla tan horrible” pensé, mientras me venían las arcadas incesantes.

Un rato más tarde logré controlar la situación y respiré fuerte varias veces para calmarme, convencido de que la borrachera no había sido, para nada, una buena idea. “Seré idiota, como se me ha podido ocurrir” me regañé. “Vaya estropicio acabas de montar, maldito imbécil” reflexioné, mirando al espejo salpicado de comida mal digerida. Y descubrí un detalle que me dejó sin aliento, pues una raja superficial y roja me saludaba desde el vientre de mi reflejo, una sonrisa vertical que le llegaba hasta el pecho.

—¡DIOS! —exclamé, antes de sentir el mareo y volver a vomitar otra vez…

Licencia Creative Commons
Ciudades de Tiniebla.9. En un rincón oscuro de la mente (Primera parte) por Ramón Márquez Ruiz se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Me llamo Ramón Márquez Ruiz y soy escritor, diseñador gráfico e ilustrador. Bienvenidos a Novelesco. Si deseas saber más cosas sobre mi, clica abajo. Muchas gracias por leerme ; )

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