CAPÍTULO 11. LAS CORBATAS DE PAPÁ

CAPÍTULO 11. LAS CORBATAS DE PAPÁ

CAPÍTULO 11. LAS CORBATAS DE PAPÁ

Carlos miró por la ventana del coche hacia la calle durante un segundo, mientras esperaba a que el semáforo volviera a ponerse en verde. El Cd de Mercedes Serrano no había parado de sonar en su vida desde que lo comprara unos días antes, sobre todo aquella dichosa canción…

“Maldita sea” pensó el hombre, centrando de nuevo su atención hacia delante. Esa letra en especial le había tocado la fibra sensible de una manera… Al reanudarse la marcha siguió conduciendo durante un rato, sobrellevando la hora punta y el tráfico denso, hasta que llegó al parking en el que dejaba el coche por las mañanas. Y una vez estacionado miró la hora en su reloj, respirando tranquilo al comprobar que aún le quedaba un cuarto de hora para que diera comienzo la jornada laboral. “Bueno…” pensó indeciso. Miró su reflejo en el retrovisor, se ajustó el nudo de la corbata y dio unos toquecitos nerviosos en el volante, antes de apretar de nuevo el botón del reproductor de sonido y sentir un escalofrío con los primeros compases de la melodía… “Sólo la oiré una vez más” se dijo, cerrando los ojos…

Hacía dos minutos que Carlos había salido de la oficina cuando le sonó el teléfono.

—Hola cariño —contestó veloz, al ver que se trataba de su mujer— ¿Todo está bien?

—Sí cielo, no te preocupes. ¿Ya vienes para casa?

—En efecto, tardaré un rato. ¿Quieres algo?

—Pues la verdad es que sí. Necesito que vayas a comprarle un regalo a tu padre…

Al oír eso una lucecita se activó en el cerebro del hombre. “Oh, mierda, seré idiota” se regañó. Anselmo cumplía años en un par de días…

—¿Lo habías olvidado, verdad?

—Joder… Sí cariño. Menos mal que te tengo.

Lucía soltó una risita.

—No pasa nada cielo, tranquilo. ¿Tienes alguna idea?

—Le compraré un par de corbatas. Como por desgracia nos parecemos hasta en los gustos… —añadió él de forma bromista, consiguiendo que ella se riera.

—Me parece excelente, cariño. Desde que sale tanto con los amigos del imserso, tu padre se arregla más que nunca…

“Si, claro, con los del imserso” reflexionó Carlos con una sonrisa. “A lo mejor también le compro una caja de preservativos” reflexionó granuja.

—Pues lo dejo en sus manos de experto, señor. Su buen gusto le precede, así que…

—No estará intentando seducirme, señortia…

Su mujer volvió a soltar una risita.

—Para nada caballero, ya soy madre y estoy esperando el hijo de un hombre muy guapo…

Ambos se rieron a la vez.

—He estado un poco ido estos últimos días, ¿Verdad?

—Un poco, pero no pasa nada. Anda, corre a mirar eso y vuelve pronto a casa, que me muero de ganas de verte. Y ya que estás, cómprame fresas y nata, que tengo un antojo impresionante…

—Ahora comprendo el motivo de tanta prisa…—dijo Carlos, riéndose—. De acuerdo, con tal de que el bebé no nos salga con cara de fresón, te compraría cualquier cosa…

La sección de caballero de El corte inglés no se hallaba abarrotada de gente, algo que al hombre le agradó. Nada más bajarse de las escaleras mecánicas recorrió varias de las secciones un poco disperso, hasta que dio con la que buscaba y se plantó delante de una enorme mesa redonda llena de corbatas estiradas. Vistos desde arriba, le pareció que los cambios de texturas y de tonalidades formaban un curioso gráfico de tela repleto de color.

Carlos estudió las porciones de una en una, centrándose un poco. Desde luego, él tenía un criterio muy desarrollado en cuanto a los gustos personales de su padre, que eran casi clavados a los suyos. Así que solo debía pensar en qué compraría para él mismo.

Después de una pequeña búsqueda encontró una con un diseño que le gustó y la cogió para verla más de cerca. El estampado era precioso, de un Pasley de colores suaves que bailaban entre azules, crudos y verdes con un equilibrio asombroso, resaltando lo justo. Y el tejido parecía de calidad. “Puede ser una candidata” pensó, dándole la vuelta para mirar el precio en la etiqueta… Tras comprobar aliviado que no era demasiado elevado y entraba en su baremo decidió que se la quedaba y rodeó la mesa, buscando alguna más… “No, ya no veo ninguna que me atraiga por aquí…” caviló, dándose la vuelta para buscar en un mostrador que había a poca distancia, tan grande como una pared.

Y se hallaba absorto, estudiando las prendas, cuando una voz femenina lo sacó de su investigación…

—Disculpe señor…

Carlos reaccionó, topándose con una chica bonita y bastante joven, que debía de rondar la veintena, a lo sumo. Lucía un corte de pelo moderno y algo punky, de aquellos con un lateral rapado, e iba vestida con unos tejanos rotos y un abrigo largo y colorido, que se ceñía a su estilizada silueta.

—¿Si? —preguntó cortés.

—Sé que le sonará extraño, pero en cuanto lo he visto he sabido que podía ayudarme…

“Madre mía, a ver que me suelta” se dijo el hombre en silencio, extrañado. En su acento se percibía un suave deje inglés, pese a hablar un castellano casi perfecto.

—Verá —continuó diciendo la joven—. Hoy los dependientes tienen que estar de vaga o algo por el estilo, porque los he reclamado varias veces y no me han hecho nada de caso… Vamos, que para ellos debe de ser el día de tocarse los… ya me entiende…

El comentario hizo que Carlos se riera. Aquella niña tenía algo que le resultaba familiar y le gustaba, un desparpajo natural, encantador…

—Perdone, es que ya estoy un poco enfadada… ¿Podría ayudarme un segundo si es tan amable?

—Vaya jovencita, pues no sé si podré.

—Claro que sí, no se preocupe. Usted me ha parecido muy atractivo e interesante… y me agrada su gusto por la ropa… —expuso la chica, de forma nerviosa—. No piense mal por favor, no sé si me he explicado de la mejor manera…

Se hizo el silencio y los dos se rieron al mismo tiempo.

—No pasa nada —la relajó Carlos, conciliador. Creía saber lo que le iba a pedir—. ¿Necesita que la ayude a escoger algo para su padre o para un familiar, tal vez?

Un brillo relampagueó en los ojos azules de la muchacha, al mismo tiempo que una agradecida sonrisa se dibujaba en sus facciones.

—¡Si! —exclamó—. ¡Oh dear! No sé cómo no he podido exponerlo de ese modo, disculpe.

—Tranquila. Aunque yo tengo un gusto muy personal… y de tallas, solo entiendo sobre la mía…

—Por eso precisamente creo que puede ayudarme, lo de la talla no es un problema, ya que no busco camisas ni nada por el estilo. Verá, mi jefa me ha encargado que le compre un par de corbatas y algunas cosas para un regalo que desea hacer. Y como va muy liada, me ha mandado a mí en su lugar, como si yo fuera una experta en moda masculina… —se rio otra vez, encogiéndose de hombros.

—Bueno, eso es un buen comienzo —alegó Carlos—. Aunque yo tampoco lo soy, me guío por lo que me gusta… ¿Y le ha especificado un poco más?

—Pues sí, que tenían que ser regalos clásicos y elegantes. La jefa es muy buena tía pero tiene una mala leche impresionante cuando se enfada, por lo que no puedo volver con cualquier cosa…

El hombre no pudo evitar volver a reírse. Miró un momento la hora en su reloj y al ver que no era muy tarde, se decidió a ser un buen samaritano y ayudar a la chica. Además, a él también le faltaba escoger un regalo.

—De acuerdo, me has caído muy bien —le dijo, guiñándole un ojo. “Espero que no piense que soy un maduro verde”—. Y no queremos que “La jefa” le haga pasar un mal rato…

—¡Great! —exclamó la chica, entusiasmada por la idea—. Le prometo que no le haré perder mucho tiempo.

—Está bien.

—Mire, para empezar he de decirle que me gustan mucho tanto la corbata que lleva puesta como la que ha escogido.

—Gracias. Sabe, al igual que tú yo también ando buscando un regalo. Por suerte mi gusto es muy similar al del cumpleañero, así que no tengo problema…

—Qué bien, eso le facilita las cosas. Yo casi nunca me había fijado en un tipo de chico así, aunque he de admitir que comienza a gustarme.

Se hizo un silencio incómodo.

—No… no lo digo por usted, de verdad —se apresuró a decir ella, nerviosa—. Es simplemente que desde hace unos meses, me parece que la elegancia tiene su punto. ¿De dónde ha cogido esa corbata? Es muy bonita.

—No pasa nada, tranquila. De la mesa redonda, mire…

Y dieron unas cuantas vueltas por varias secciones de caballero, charlando sobre las prendas que llamaban su atención. Pasados unos veinte minutos ambos se hallaban en la cola para pagar.

Carlos iba con sus corbatas y la chica había escogido otras dos muy bonitas y de marca, a unos cuatrocientos euros cada una, a parte de un par de impresionantes gemelos, de tirantes, de calcetines con estampados elegantes y varios pañuelos de seda.

—¿Está segura de que quiere gastarse ese dinero? —preguntó él, mientras esperaban a que les tocara el turno—. En muchas ocasiones que algo sea de una marca famosa no significa que haya una garantía de calidad…

La joven lo miró sonriente.

—Bueno, todo ha superado su criterio…

—Sí, lo sé, pero ya le he dicho varias veces que por menos dinero también puede adquirir productos muy buenos. Sólo hace falta saber dónde y qué buscar, no veo necesario gastar cantidades tan exhorbitantes de dinero. Las que yo he escogido no cuestan ni la mitad y la firma es muy buena, se lo puedo asegurar…

—Muchas gracias, de verdad. Pero la jefa quiere que sean este tipo de regalos. Y la jefa es la jefa…

—Está bien, no le insisto. Menuda ha de ser su jefa.

Los dos avanzaron un poco.

—He de añadir en su favor que es una mujer maravillosa cuando no anda cabreada… No sabe cuánto le agradezco la ayuda, de verdad. Es una persona genial, todo un señor de los pies a la cabeza.

—De nada, ha sido un placer —respondió el hombre, halagado—. Ahora solo espero haber dado en el clavo…

—Yo creo que si… Por cierto, soy muy mal educada… —añadió ella algo nerviosa, tendiéndole una mano—. Me llamo Abigail.

—Encantado jovencita. Yo me llamo Carlos.

—Great. Ese nombre está apareciendo mucho en mi vida últimamente… ¿Y es de aquí?

—Si. ¿Y usted jovencita?

—Soy americana. Pero mi madre es española y el castellano es mi segunda lengua. Aunque en los últimos años he vivido en Londres. Ahora estamos aquí por trabajo, aunque creo que la cosa ha ido derivando bastante…

—Vaya, espero que para bien…

—Ni se lo imagina, está siendo toda una experiencia…

En ese momento les tocó el turno de pagar. Y unos instantes después, ambos se dirigieron a la planta principal.

—Prefiero despedirme a la española, si no le importa —dijo la chica, dándole al hombre dos besos—. Ha sido un super señor, muy amable, de verdad. Le estoy muy agradecida.

—De nada —dijo él, un poco cohibido—. Es lo que tiene ser un super señor.

Ambos se miraron a los ojos y se sonrieron. Después, la joven se dio la vuelta y salió a la calle. Carlos la vio marcharse con una extraña sensación interior. Había sido una experiencia muy insólita pero le había gustado. “Mi mujer alucinará seguro cuando le explique esto” pensó. Siempre se lo habían contado todo y no veía por qué aquello debía ser diferente. “Oh, casi lo olvido, las fresas y la nata” recordó. Entonces se percató de un detalle que logró dibujarle una sonrisa en la cara, pues durante un rato, se había olvidado de su dichosa madre y sus canciones…

Lucía masticaba lentamente, mientras escuchaba el relato de su marido con el semblante muy serio. Éste había tenido el detalle de prepararle una copa inmensa de fresas con nata, con un poco de chocolate deshecho por encima y unas birutitas de colores.

—Vaya con la jovencita —dijo ella un poco tajante, dejando a su marido aturdido.

—Oye cariño… no me jodas, ¿Quieres?

—Los hombres sois muy ingenuos y el mundo está lleno de lagartas —la mujer hizo una pausa, antes de sonreír—. Amor, es normal que otras te miren, yo siempre te he visto un tipo muy guapo e interesante. Y sabes que me fío de ti, en eso los dos siempre hemos sido iguales.

Carlos se sintió aliviado y se rio. Luego, se acercó a Lucía y la abrazó con cuidado de no mover demasiado la cuchara llena que se había quedado paralizada en el aire.

—Tu siempre serás mi casa, Lucía, mi mayor deseo convertido en realidad —añadió él, acariciándole el vientre—. Y eso no cambiará nunca.

—Vaya con el señor escritor —susurró ella, besándolo en los labios—. Tal vez debería desconfiar un poco, ese don de palabra es demasiado tentador… —sus labios volvieron a unirse— ¿Y cómo era nuestra risueña damisela en apuros? Casi que me da pena, pobre Abigail, como ha de ser su jefa…

Carlos la miró a los ojos y soltó una risita.

—Pues una cría bonita y encantadora, con mucho desparpajo. Lo mejor de todo es que me transmitía una sensación extraña, como si me recordara a alguien… y aún no he conseguido determinar a quién…

Carlitos jugaba con su muñeco de acción favorito en la bañera, mientras Carlos le enjabonaba el pelo con las mangas de la camisa arremangadas hasta los codos. Hacía ya un buen rato que se había quitado la corbata y sustituido los zapatos por unas zapatillas que ahora se le pegaban sobre los calcetines, después de que el niño le mojara la parte baja de las piernas con una ola improvisada.

—¡No aprietes tanto, papá! —se quejó el nene—. Que me arrancas el pelo…

El hombre aflojó la presión de los dedos al instante.

—Lo siento, chavalote, estaba pensando en mis cosas. ¿Que tal ha ido el cole?

—Muy bien, como siempre… ¿Sabes? Hoy he aprendido una palabra nueva, pero ha sido en la calle.

—¿A si? —quiso saber su padre, mientras comprobaba la temperatura del agua con la mano y comenzaba a aclararle el pelo con cuidado de que al crío no le cayera nada en los ojos— ¿Qué palabra ha sido tan afortunada de que la hayas aprendido?

El niño soltó una risita y sumergió a su soldado, como si fuera un buzo.

—Se… Serebdipia.

Carlos miró a su retoño levantando una ceja, gratamente sorprendido. “Que pasada, vamos, cualquier cosa” pensó sonriente.

—¿Quieres decir Serendipia?

—¡Sí, eso papá, lo sabes todo! La he visto escrita en una parada de bus cercana al cole. Aunque el yayo ha tenido que decirme lo que significa.

Entonces el hombre entornó los ojos. “A ver si el abuelo ha sabido explicarse” se dijo.

—Que bien, campeón. ¿Y qué significado tiene?

—Pues es una cosa que pasa cuando estás buscando algo, y en vez de encontrar lo que quieres, encuentras otra cosa muy buena y chula de forma inesperada.

“Un punto para Anselmo” pensó Carlos, bastante satisfecho con la explicación.

—No está nada mal, cariño, os felicito a los dos.

Entonces el nene se volvió y le dedicó a su padre la más radiante de las sonrisas…

El hombre se hallaba tan concentrado corrigiendo su texto que apenas podía prestar atención a cuanto le rodeaba, con los cascos calados en las orejas y el maldito cd de Mercedes Serrano + The Anonymous Strangers sonando constantemente. Y cuando llamaron a la puerta, el sonido del timbre apenas logró romper su concentración.

“Ya abrirán” pensó por un momento, siguiendo con lo suyo. Pero cuando el segundo toque se coló en la música, se quitó los auriculares y se levantó de mala gana, recordando que su mujer había salido y su padre se había marchado a celebrar su cumpleaños con su amiguita especial.

Durante un segundo Carlos se miró en el espejo del pasillo, viendo que un lado de la camisa sobresalía demasiado junto a uno de los tirantes. La colocó en su sitio con un gesto rápido y en ese momento oyó que el niño corría hacia la puerta y la abría… “Joder Carlitos, mira que te lo tengo dicho” se dijo nervioso, acelerando el paso.

—¡Pero mira que niño tan bonito! —escuchó que alguien saludaba al crío, con una voz femenina que le resultaba familiar.

—Gracias —contestó el nene.

—¡Que educado! —exclamó otra mujer— ¿Está tu papá en casa?

“Serán unas comerciales” reflexionó el hombre. Llegó hasta la puerta y se colocó detrás de su hijo, centrando primero su atención en él.

—¡Carlitos! ¡Cuántas veces te tengo dicho que no abras a nadie! —lo regañó severo.

—Perdona papá, es que como no lo hacías tú…

—Luego hablaremos muy seriamente. Disculpen, buenas tardes, ¿Que desean?

En ese momento Carlos miró al frente, quedándose de piedra…

—¡Abigail! —soltó, sin poder ocultar su sorpresa.

La chica del Corte Inglés lo miraba con la boca abierta y los ojos brillantes. Iba cargada con dos bolsas de regalo y acompañada por una mujer que parecía sacada de una película, toda vestida de negro y con un enorme sombrero calado sobre la cabeza. Parecía una espía de incógnito, una imagen que quedaba reforzada por unas modernas gafas de sol que le ocultaban los ojos, junto a un foulard que le cubría la parte inferior de la cara.

—¡Carlos! —exclamó la joven, tapándose la boca con la mano libre—. Oh my god, it’s amazing…

—D… Desde luego, pero… ¿Qué… que haces aquí?

—Yo, verás… vengo con la jefa… —respondió ella, mirando a su acompañante, cada vez más emocionada—. Bueno, en realidad es…

Entonces, por instinto, padre e hijo desviaron la vista hacia la otra mujer y observaron como se quitaba las gafas de sol y el sombrero, para luego apartar el foulard de su rostro…

El hombre sintió un nudo en la boca del estómago, un vértigo repentino cargado de emociones encontradas…

—Hola cariño —lo saludó Mercedes Serrano, con la voz temblorosa y los ojos azules increíblemente brillantes—. Por fin he reunido el valor de picar a tu puerta…

—¡Es la yaya! —gritó el niño, dando saltitos y aplaudiendo, mientras se reía lleno de felicidad—. ¡Es la yaya!

—Y también es mi madre —añadió Abigail, logrando que Carlos volviera a centrarse en su presencia, con ojos muy abiertos he hinchados…

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EL NIÑO QUE NO ENTENDÍA CONVENCIONALISMOS 11. LAS CORBATAS DE PAPÁ por Ramón Márquez Ruiz se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Me llamo Ramón Márquez Ruiz y soy escritor, diseñador gráfico e ilustrador. Bienvenidos a Novelesco. Si deseas saber más cosas sobre mi, clica abajo. Muchas gracias por leerme ; )

CAPÍTULO 10. LO QUE REALMENTE IMPORTA

CAPÍTULO 10. LO QUE REALMENTE IMPORTA

CAPÍTULO 1O. LO QUE REALMENTE IMPORTA

—¿Cariño, estás bien?

Carlos seguía con la mirada perdida y clavada en el televisor, apretando el mando con tanta fuerza que Lucía pensó que lo iba a romper. Por fortuna ella no continuaba al teléfono hablando con Carlitos y podía dedicar a sus hombres adultos toda la atención…

—Más vale tarde que nunca, al final lo ha logrado —Anselmo quebró el silencio—. Aunque no he visto por ningún lado al mequetrefe americano con el que se fugó. Encima la tía sigue siendo preciosa y canta de escándalo, no sé si sentirme orgulloso o furioso…

“Vaya” pensó Lucía, dedicando una mirada a su suegro. Debía admitir que la fugitiva la había dejado alucinada e incluso el bebé había reaccionado con su música, como si le gustara… Por instinto posó una mano sobre su vientre, permitiéndose el lujo de sonreír. “Preciosa, tienes una abuela única” le dijo de forma mental. “Aunque no sé si la conocerás algún día…”

—Me voy a tomar una cerveza —dijo Carlos, levantándose del sofá— ¿Te vienes papá?

La mujer los miró a los dos, prefiriendo no añadir nada. “Tal vez sea lo mejor, que les dé un poco el aire”.

—Por qué no, hijo —contestó el abuelo.

—Vale, pero volved para comer —puntualizó Lucía, besando a su marido con ternura— ¿Estás bien?

Él la observó pensativo; después le acarició el rostro y volvió a besarla.

—Sí, bueno… No te preocupes, es sólo que…

—Tranquilo cielo, lo comprendo —dijo ella, ajustándole cariñosa el nudo de la corbata.

Los dos se hallaban sentados frente a la barra de un bar cercano; ya se habían bebido una mediana sin cruzar palabra, por lo que Carlos le pidió otras dos al camarero.

—¿Cómo estás, papá? —le preguntó al fin, después de veinte minutos de silencio.

Anselmo miró a su hijo y una breve sonrisa se perfiló en sus labios.

—Al principio ha sido como si un camión me pasara por encima —respondió sincero—. Pero ahora bien.

—¿Puedes creerte que una parte de mí se ha alegrado de su éxito? —soltó Carlos, impulsivo—. Aunque después he caído en la cuenta de que no ha querido saber nada de nosotros en todo este tiempo y me ha dado un poco de rabia, algo que me ha mosqueado todavía más. Creía que tenía superado el tema de mamá…

El hombre le dio unas palmaditas en el hombro, cargadas de afecto. Lo comprendía, desde luego.

—Yo siento lo mismo —le dijo.

A continuación volvieron a quedarse en silencio, mientras el camarero les servía las bebidas. Luego, le dieron el primer trago al mismo tiempo de forma involuntaria, como si estuvieran calados por un mismo patrón.

—Merche está increíble —dijo Carlos—. Aún guardo algunos recuerdos de antes de que se marchara.

—Odiaba que la llamaran así.

—Ya, bueno, y yo no soporto que se largara.

El abuelo reprimió una sonrisa.

—Pues la Merche se ha operado, eso seguro —puntualizó, con total seguridad—. Somos de la misma edad y mírame a mí…

—Tú estás estupendo, no me jodas —le soltó su hijo—. Eres un señor como Dios manda, de los pies a la cabeza. Y sé que tienes alguna amiga con derecho a sexo por ahí…

Anselmo abrió mucho los ojos y contempló a Carlos, sorprendido.

—¡Pero hombre! —exclamó.

—¿Qué? Un día ayudé a Lucía con la colada y me encontré los condones. Pero quiero que sepas que no le conté nada. Aunque creo que no has de avergonzarte; me alegro de que en su momento me dieras ejemplo con conocimiento de causa. Y que se joda Mercedes si te has follado a otras mujeres durante todo este tiempo…

Los dos estallaron en una carcajada.

—La verdad es que fui muy pesado con el tema de los preservativos. Aunque no voy a hablar contigo de mi vida sexual…

—Ni lo pretendo papá —puntualizó Carlos, sin borrar la sonrisa— Sólo voy a decirte que fuiste muy pesado en muchas cosas, pero te lo agradezco. Me criaste sin ayuda de nadie y eso es ejemplar. Ojalá sea tan buen padre como lo has sido tú.

El abuelo se emocionó, aunque se esforzó en no aparentarlo.

—Y no lo hice nada mal, he de decir. Tú sí que eres un señor de los pies a la cabeza, aparte de buen marido y un padrazo. Me siento muy orgulloso de ti, de verdad. Y de Lucía, y de Carlitos… Tu madre ha sido una inepta si ha querido perderse todo eso.

—Te quiero, papá.

—Yo también a ti, hijo, os quiero mucho a todos.

—Gracias por traerlo, Julia —le dijo Lucía a la madre de Julito, el amigo de su hijo. Los niños jugaban en el cuarto de Carlitos, mientras las mamás tomaban un café en la terraza. Hacía un poco de fresco, pero con las chaquetas se estaba de maravilla.

—De nada, no te preocupes; aunque he de admitir que lo de tu suegra ha sido bestial.

La mujer se rio.

—Dímelo a mí. Tendrías que haber visto las caras de mi marido y mi suegro… aunque lo han llevado muy bien.

—Al principio pensé que Carlitos se equivocaba —añadió Julia—. Pero lo veía tan convencido que cuando me pidió llamar a casa no pude negarme…

Las dos se rieron a la vez.

—Está increíble, casi parece una treintañera ¿Y tiene la misma edad de Anselmo?

—Exacto.

Se hizo una pausa, que dedicaron a saborear el café.

—Se ha operado, eso seguro —dijeron las dos amigas al mismo tiempo, antes de reírse.

—Y canta de miedo, creo que voy a comprarme su disco en cuanto salga de aquí —puntualizó Julia—. Espero que no te moleste…

—Tranquila, para nada. Yo haría lo mismo de no saber cómo reaccionaría Carlos.

—Por cierto, tengo su novela en el bolso. Voy por la mitad pero me está encantando, no imaginaba que escribiera así. ¿Está en casa? Quiero que me la firme…

Lucía sonrió, agradecida por el comentario. La verdad es que su marido le parecía un autor acojonante. “El éxito llegará, eso seguro”.

—Lo mandé a hacer la compra de la semana —respondió después de la pausa—. Deja el libro si quieres y te lo doy mañana…

—¡¿Estás loca?! —exclamó su amiga—. Me tiene enganchadisima, ya se lo pediré otro día.

Carlos se había detenido frente a una figura de cartón de tamaño real, apoyado en el carro de la compra con un cd en las manos. “La nueva sensación del rock español, la abuela roquera” rezaba un cartel a los pies de la mujer de papel. Y por más que la miraba, el hombre no podía dejar de pensar en que aquella persona no dejaba de ser una completa extraña. “No te conozco, madre” reflexionó, dándose cuenta de que, de todo el centro comercial, él era quien más tenía que ver con aquella cantante que se había convertido en la sensación del momento. Le debía la vida y compartía una carga genética, pero absolutamente nada más…

Desconcertado, estudió la portada del disco, sabiendo que no iba a regresar a casa sin él. “Al menos espero que sea jodidamente bueno” se dijo, antes de tirarlo al interior del carrito.

Al llegar a casa el hombre se topó con su hijo emocionado perdido, dando saltitos y tarareando el trozo de canción que había salido en las noticias. A pesar de que oírlo cantar aquello le asqueó un poco, resistió el impulso de pedirle que se callara. El nene no tenía la culpa de nada, el pobrecillo; y debía admitir que estaba encantador e imitaba el inglés bastante bien. “Tal vez lo apunte a una academia” se dijo.

Durante la cena Lucía prefirió abstenerse de comentar nada respecto al tema de la abuela roquera. Y Anselmo había salido con los amigos del imserso, aunque la pareja sabía que en realidad lo había hecho con su amiguita.

Una vez en la cama, Carlos intentó dormir durante un rato. Sabía que su mujer se hallaba sumergida en los mundos de Morpheo, gracias a su respiración acompasada. “Que suerte” pensó, cerrando los ojos por enésima vez, con la esperanza de ceder al sueño. Pero por más que lo intentaba, su cabeza no parada de dar vueltas, recordando una y otra vez el cd que había guardado en el bolsillo de su chaqueta un rato antes. Indeciso, miró la hora en su reloj de pulsera, cuya esfera fosforescente brillaba en la oscuridad. “Las dos de la mañana” reflexionó. “No es muy tarde al fin y al cabo…”

Un rato después, el hombre se levantó con mucho cuidado, buscó su batín en las tinieblas y salió lentamente del cuarto, tan sigiloso como su gato. Una vez en el pasillo se cubrió con la prenda y se encaminó a su despacho, en el que siempre solía dejar la chaqueta. Encendió el portátil y buscó en el bolsillo el susodicho disco… “Ahora veremos cuan buena eres, madre” se dijo, mientras rompía el plástico del emboltorio…

Lucía se volvió en la cama, esperando encontrarse con el hombro de su marido. Al notar su ausencia abrió los ojos… “Pero si no está” pensó insegura, desvelada de repente. Buscó el teléfono en la mesilla de noche y miró la hora, comprobando que eran las tres de la mañana. “Esto es muy raro” reflexionó. Carlos siempre había gozado de un sueño envidiable y se quedaba dormido enseguida, como un tronco. “Voy a investigar” decidió, sabiendo que no volvería a dormir si no resolvía el misterio.

La mujer sintió un alivio instantáneo al comprobar que algo de luz se filtraba por la puerta entornada del despacho. Se aproximó con cuidado de no hacer ruido y la empujó lentamente. Carlos estaba sentado frente a su escritorio de trabajo, reclinado en su silla de cuero, con los brazos detrás de la cabeza y los pies sobre un lateral de la mesa; unos auriculares calados en las orejas y sus ojos cerrados le hicieron pensar que escuchaba algo del portátil.

Lucía siguió aproximándose, comprobando que su hombre respiraba de una forma lenta y acompasada. “Se ha dormido” pensó. Entonces vio la carátula de un cd y el librito sacado, abierto casi por la mitad. Su instinto le dijo que sabía de que autora era y lo cerró un poco para ver la portada.

—The Black Hole, Mercedes Serrano + The Anonymous Strangers —leyó en voz alta, esbozando una sonrisa—. Incluye su Súper single, Dominatrix.

“Se me ha adelantado” se dijo ella, agrandando la sonrisa. «Vaya pedazo de curvas que tiene la abuela, será posible; vamos, que ni Madonna». Entonces volvió a poner la página con la que lo había encontrado y descubrió que en éste salían las letras de las canciones, en perfecto inglés. “Qué internacional es mi suegra” reflexionó, antes de enfrascarse a leer el texto. Un minuto más tarde volvió a mirar a su marido, emocionada, con los ojos brillantes. Había una canción que hablaba de él… “Oh, cariño”.

La mujer decidió volver sola a la cama, para dejarle su espacio. Se giró y regresó a la habitación, tarareando de forma susurrante un trozo de la letra que se permitió el lujo de traducir al español. Sin duda, en aquel momento su suegra, pese a no conocerla, le caía un poco mejor.

“Algún día reuniré el valor de ir a verte, mi pequeño tesoro, y decirte todo cuanto se ha quedado atorado en mi garganta durante tanto, tantísimo tiempo. Algún día perderé el miedo a tu rechazo, el miedo a que no me reconozcas entre una multitud. Y te mandaré las cartas que te escribí cada día, para ganar valor, dejar de ser una madre fantasma y cruel, para ganarme tu perdón. 
Algún día volveré a aparecer en tu vida. Sé que te has transformado en un hombre maravilloso, que tienes familia, tan preciosa y bonita como tú, mi pequeño niño repleto de luz. 
Yo no te he olvidado, siempre estarás presente en mi corazón, hasta que reúna el valor de llamar a tu puerta…”

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CAPÍTULO 9. BUENAS Y SORPRENDENTES NOTÍCIAS

CAPÍTULO 9. BUENAS Y SORPRENDENTES NOTÍCIAS

CAPÍTULO 9. BUENAS Y SORPRENDENTES NOTÍCIAS

Anselmo miraba las fotografías de su mujer casi a escondidas, metido en la cama con la luz de la pequeña lámpara de sobremesa. “Maldita Mercedes” pensó. Ya habían pasado veinticinco años desde que su amor decidiera dejarlos para fugarse con un músico. Carlos aún no la había perdonado, y él, si era sincero consigo mismo, tampoco, al menos del todo. Pero la ira y la rabia que sentía hacia ella se habían ido reblandeciendo con el paso del tiempo, hasta aquel mismo instante en el que verla no le despertaba ningún tipo de antipatía. “El sexo era lo mejor” se mintió a sí mismo. “Mañana llamo a Carmena y revolcón”. En ocasiones quedaba con una amiga del imserso para mantener relaciones esporádicas. Y se jactaba en silencio, orgulloso, de que aún gozaba de buenas erecciones sin ayuda de pastillitas azules.

“Sigo siendo un toro bravo…” reflexionó sonriente. Solía mentir a su hijo y a su nuera cada vez que quedaba con ella, diciéndoles que se iba con unos amigos. Y de vez en cuando era cierto, pero por fortuna disfrutaba de una intensa vida sexual, algo que no se hallaba dispuesto a compartir con su chaval. “Bueno, chaval, chaval tampoco ya”. Carlos ya tenía casi cuarenta años y estaba hecho un hombre como Dios mandaba, un señor de los pies a la cabeza, por no decir que era todo un padrazo.

Entonces Anselmo pensó en Lucía, en Carlitos y en la nueva nieta que estaba por venir. “Mercedes, tú te los pierdes por inepta…” caviló, lleno de orgullo hacia su hijo y la familia que había creado. Quería con locura a Carlos, los quería a todos. Y Lucía le había gustado muchísimo desde el principio, cuando la conoció durante unas navidades hacía ya mucho tiempo, siendo los dos una tierna parejita.

En el exterior tronaba de manera escandalosa, pero a él le encantaba el sonido de las tempestades. Y siguió en su mundo interior con las fotografías en las manos, hasta que Carlitos irrumpió en la habitación y saltó sobre él sin previo aviso.

—¡Yayo! —exclamó el niño, asustado.

—¡Pero Carlitos, hombre, que ya soy mayor! —le dijo el abuelo, sorprendido. Luego soltó una risita— ¿Es el monstruo otra vez?

El niño negó con un gesto de cabeza, el cielo crujió…

—Me da miedo la tormenta, al monstruo lo tengo controlado con el espray y con los peos.

Anselmo se rio por lo bajo, no deseaba despertar a nadie.

—Vale, vale, pero no vayas a tirarte ninguno ahora…

El crío le sonrió.

—¿Puedo dormir contigo? Me muevo mucho y no quiero golpear a la hermanita dentro de mamá.

“Que pasada de niño” se dijo el abuelo, orgulloso. Nunca dejaba de sorprenderlo.

—Está bien, chavalote. Pero no te muevas demasiado, ¿de acuerdo? A ver si me vas a tirar de la cama…

Pero el nene ya no prestaba atención a la conversación y le quitó la fotografía de las manos.

—¿Es la abuela Mercedes?

El hombre asintió con la cabeza.

—Es muy guapa. ¿Dónde está?

—Pues no lo sé, cariño, por ahí… Venga, a dormir. Que si no mañana no rendirás en el cole.

Carlitos le devolvió la foto, le pasó por encima hasta el rincón de la pared y se introdujo entre las sábanas. En realidad estaba muerto de sueño, el pobrecito. Y con el abuelo, la tempestad ya no le daba tanto miedo…

—Ayer el niño volvió a dormir conmigo —le comentó el abuelo a su nuera.

La mujer lo miró con la taza a medio camino de la boca. Los dos almorzaban bajo el cálido sol en la terraza. Noir correteaba de un lado a otro y de vez en cuando se restregaba por las piernas del abuelo para que lo acariciara.

—Lo siento mucho Anselmo —le respondió ella.

—No pasa nada, tranquila. Es mi segundo chavalote, ya lo sabes. Al pobre le daba miedo la tormenta, pero sobre todo sentía pánico por dormir con vosotros y golpear a la hermanita sin querer.

—¡Ohhhhhhh! —soltó Lucía, después de darle un sorbo al café, con una radiante sonrisa en los labios—. Tenemos un crío que vale un imperio, ¿Verdad?

Ambos se rieron al mismo tiempo.

—Por supuesto —respondió el hombre; le apetecía comentar algo pero no estaba convencido. “Qué tontería” se regañó.

Era Lucía, ¡Por Dios!

—Me sorprendió mirando fotografías de Mercedes y me preguntó.

—Vaya —dijo su nuera—. ¿Has tenido noticias?

—¡Que diablos! En todos estos años no ha dado señales de vida. Y que le den, ni siquiera se ha preocupado por informarse sobre Carlos.

—Lo sé, lo sé —respondió ella, dándole la mano—. ¿Y cómo te va con tu novieta?

—¿Perdón?

—Anselmo, que somos adultos. ¿Recuerdas que en muchas ocasiones te limpio la ropa? Encontré preservativos en tu cajón de los calzoncillos. No quería ser indiscreta, es solo que odio dejar la colada encima de las camas… y me alegré muchísimo por ti, sobre todo de que continuaras siendo un galán responsable.

El abuelo se puso colorado.

—Sólo somos amigos, nada más…

—Está genial, de verdad —lo interrumpió ella—. Eres un hombre maravilloso, mi marido heredó eso de ti. Y me siento afortunada de que seas mi suegro.

—Pienso lo mismo de ti, Lucía. Estoy muy feliz de que Carlos te encontrara. Hasta me encanta este bichejo… —con un rápido movimiento el gato saltó sobre su regazo y se sentó, ronroneando como un motor.

—¡Ohhhhhh! Lo siento, estoy muy sensible estos días. Han de ser las hormonas o algo.

Los dos volvieron a reírse.

—¿Y qué dijo el nene sobre mi fugada suegra?

—Pues que va a decir. Que era muy guapa.

—Ya…

Carlos volvió a casa a medio día, algo que no solía hacer. Abrió la puerta contento y sonriente, esperando encontrarse con su familia al completo. Se sentía impaciente por compartir con ellos dos noticias muy importantes que le habían alegrado el día, hasta casi hacerlo flotar en una nube.

—¡Hola familia! —saludó a viva voz.

Lucía salió a recibirlo blandiendo una sonrisa y le dio un prolongado beso en los labios.

—¿Pero que haces en casa? —le preguntó sorprendida.

—Vaya —respondió el hombre, poniendo una mueca triste.

—No seas tono, cariño. Es que no es habitual que vuelvas a esta hora.

Él la abrazó con cuidado y volvió a besarla.

—Pues vete acostumbrando preciosa.

—¿Y eso?

—Me han ascendido —respondió Carlos, impaciente—. Por lo que ahora haré jornada intensiva durante algunos días de la semana y así podré estar pendiente de lo que realmente me importa, vosotros.

Lucía exclamó llena de alegría y lo besó de nuevo.

—¡Pero que pasa! —dijo Anselmo, apareciendo en el pasillo.

—Me han dado un ascenso, papá.

—¡Enhorabuena! —lo felicitó el abuelo, abrazándolos a los dos.

—¿Y el niño? —preguntó el hombre, mientras los tres se sentaban en el sofá.

—Hoy comía con Julito —contestó Lucía—. Te lo comenté ayer, pero no importa cariño. ¿Qué es la otra cosa tan chula que nos querías comentar?

Él los miró a ambos con una sonrisa que se hacía cada vez más grande.

—¡Han reseñado mi novela en varios blogs especializados y las críticas han sido bestiales, increíbles!

Su mujer se cubrió la boca con las manos antes de abrazarlo efusiva.

—¡Genial cielo! —exclamó— ¡Hoy estás que lo bordas!

En ese momento sonó el teléfono y la mujer se levantó para cogerlo, por instinto.

—¿Diga? —preguntó nada más descolgar.

—¡Hola mami! —respondió Carlitos, emocionado—. La mamá de Julito me ha dejado llamaros. ¡Poned la tele, poned la tele!

—¿Pero que pasa cariño? —de fondo se escuchaba al amiguito de su hijo, diciéndole cosas.

—¡Es la abuela! ¡Sale por la tele!

Lucía parpadeó perpleja. Era imposible…

—¿Cómo? Seguro que te equivocas, cariño…

—¿Qué pasa? —preguntó Carlos, al escuchar a su mujer. El gato entró en el salón y se rozó contra sus piernas.

—Es tu hijo… —le contestó ella—. Perdona cielo, estaba hablando con papá. Es un error, seguro…

—¡Que no mami! ¡Que ayer vi su foto otra vez! La abuela se llama Mercedes Serrano, ¿Verdad?

“Pues si” reflexionó Lucía.

—Vale, vale, ¿en que canal sale?

—¡En la primera, en la primera!

—Carlos cariño, encended la tele y poned la primera, deprisa…

Anselmo se levantó y cogió el mando. Unos instantes después el televisor de plasma se activó, apareciendo el telediario…

—“¡Es toda una revelación!” —dijo el presentador—. “A sus sesenta años, esta rockera llena de energía pese a la edad ha batido records de ventas con su primer Single, Dominatrix… y ella es Mercedes Serrano…”

La mujer se atragantó con su propia saliva y miró, pegada al teléfono, a su marido y a su suegro. Los dos observaban petrificados la pantalla, con los ojos muy abiertos y casi sin respirar.

—¡Ves como era la yaya! ¡Es cantante!

—Shhh, calla un momento cariño, déjame escuchar la tele…

Entonces las imágenes de un concierto los dejaron a todos obnubilados, bajo el compás de una música tremenda que sonaba endiabladamente bien. Y en el escenario apareció una rubia que pese al tiempo transcurrido seguía conservándose de maravilla…

“Oh, Dios mio” pensó la mujer, hipnotizada. “¡Joder, es ella, es mi suegra!”. Reprimió las imperiosas ganas de soltar una carcajada nerviosa, de lo sorprendida que se hallaba.

La abuela cantaba en un inglés perfecto, con una voz fuerte y portentosa, vestida con un modelito de cuero ajustado que ni a la propia Lucía le quedaría bien. Y ella estaba radiante, irradiaba pura fuerza y devoraba a un público que se iba volviendo eufórico…

—“No se la pierdan” —volvieron a aparecer tanto el plató como el presentador— “Ella es la nueva diva y abuela del rock español…”

—¡La madre que la parió! —soltaron Carlos y Anselmo al mismo tiempo, mirándose mutuamente.

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El niño que no entendía convencionalismos 1. El Teo del pelo verde por Ramón Márquez Ruiz se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Me llamo Ramón Márquez Ruiz y soy escritor, diseñador gráfico e ilustrador. Bienvenidos a Novelesco. Si deseas saber más cosas sobre mi, clica abajo. Muchas gracias por leerme ; )

CAPÍTULO 8: EL GATO DEL SÍNDROME VOLADOR

CAPÍTULO 8: EL GATO DEL SÍNDROME VOLADOR

CAPÍTULO 8. EL GATO DEL SÍNDROME VOLADOR

Lucía leía tranquila, sentada bajo la sombra del toldo en su butacón de mimbre favorito, disfrutando los momentos de agradable soledad; el niño se hallaba en el colegio, Carlos trabajando y Anselmo había salido a almorzar con unos viejos amigos; el abuelo gozaba de una buena vida social, algo que tanto su marido como a ella agradecían muchísimo.

“Vaya lujazo” pensó la mujer, desviando la atención de su Ipad para centrarla en Noire, que correteaba de un lado para otro como un loco, a lo largo de la terraza. “Bueno, sola, sola, pues tampoco estoy” se dijo con una sonrisa. El animal era muy bueno y cariñoso, a pesar de que en ocasiones se volvía un poco travieso; por fortuna permanecía tranquilo casi todo el tiempo, hasta Carlos ya comenzaba a encariñarse con él; y el crío se encargaba de todo sus cuidados felinos, incluso le limpiaba las heces de la caja de arena, demostrando lo responsable que sabía ser. “Hay unos bichitos en las caquitas de Nwag que para mamá y el hermanito son malas” recordó que le habían dicho. “Así que como es tuyo te toca a ti encargarte de él”. Y el niño lo hacía encantado de la vida, muy agradecido de que la barita mágica le hubiese concedido su otro deseo.

La mamá orgullosa sonrió al recordarlo y volvió a prestar atención a la lectura, intrigada con el texto. A pesar de que no solía leer nada de fantasía, entraba en secreto al blog literario de Carlos y se había enganchado a su segunda novela, que escribía de forma episódica. “Si se entera que lo leo y no le digo nada me mata” pensó con una sonrisa traviesa. Su marido creía que no le interesaba su faceta creativa, pero ella lo admiraba; con su primera ficción ya le había demostrado que poseía de un talento oculto, sorpresa…

La mujer siempre había amado la literatura, a su manera; sus géneros predilectos se movían entre la novela histórica, las biografías y el género policiaco. Pero gracias a Carlos había descubierto otra nueva faceta lectora; devoró las últimas líneas del texto y soltó una exclamación.

—¡Que bestia! —dijo, riéndose después—. Vaya final de capítulo, sí señor ¡Lo malo es que ahora me toca esperar una semana entera! —“O a lo mejor puedo colarme en su ordenador cuando no esté en casa…” maquinó. “Aunque… ¿no sería más fácil decirle que lo lees, que te encanta lo que crea y que es un hombre maravilloso?” se preguntó soñadora. Desde luego, lo último se lo había dicho en varias ocasiones, y sabía que él lo sabía.

Lucía apartó la mirada de la tablet y contempló el cielo azul, relajada. Por suerte llevaba un rato sin vomitar y parecía que su estómago le daba una tregua. Desde hacía unos días no se encontraba demasiado bien y regurgitaba a menudo, por lo que se había dado un descanso en el trabajo; quitando ese pequeño detalle el embarazo transcurría con normalidad y ya comenzaba a percibirse la creciente redondez de su barriga, un acontecimiento que a Carlitos lo tenía hipnotizado. “¿El bebé saldrá dentro de poco?” recordó que le había preguntado el niño, acariciándole el vientre con un cariño infinito. “En unos meses, todavía es muy pronto para que nazca”. Entonces el crío solía dedicarle una sonrisa y se marchaba a jugar con su padre, el abuelo, el gato o con todos al mismo tiempo. “Qué bonito que es mi nene” se dijo ella sonriente, centrando su atención en Noire y descubriendo que el animal caminaba por la barandilla y miraba a una palomita que revoloteaba perezosa en el borde… “¡UF!” caviló, al darse cuenta de que el gato adquiría una pose de cazador…

—Nwag, bonito, psi, psi, psi —lo llamó, levantándose de forma apresurada.

Su mascota la miró un momento, para centrarse de nuevo en el insecto; permaneció inmóvil durante una fracción de segundo, sus músculos se tensaron y de repente saltó, flotando en el vacío… Lucía lo contempló a cámara lenta, horrorizada.

—¡Grandísima mierda! —gritó, al oír un asustado maullido cuando el animal se precipitaba terraza abajo. Corrió hacia la barandilla y se asomó, sintiendo un alivio instantáneo al ver que no había ni rastro de gato espachurrado.

—¡Ayyyyy! —gritó una anciana desde la calle— ¡Pobre animal!

La mujer entró apresurada en el comedor, buscó las llaves y salió al rellano, para darse de bruces con un feo cartel en la puerta del ascensor. “Averiado” leyó, maldiciendo su suerte; comenzó a bajar las escaleras lo más rápido que le permitieron las piernas. “Maldita sea” se decía por dentro, con ojos brillantes. Le encantaba ese gatito, deseaba de todo corazón que no se hubiese muerto.

Al llegar al portal y salir a la calle se topó con una vecina mayor que miraba bajo una furgoneta cercana. Se trataba del coche de unos chicos que tenían un taller de serigrafía justo debajo de casa.

—Disculpe, señora Josefa —le dijo Lucía, nerviosa— ¿Ha visto usted caer a un gato por aquí? —“seguro que se piensa que le tomo el pelo y me manda a tomar por saco…”

—Ah, ¡Es tuyo! —le dijo la anciana—. No sabía que tuvieseis animales; ha sido muy raro, me ha pillado pasando justo por aquí, casi me mata del susto cuando se ha estampado contra el cristal.

—¡Hay Dios! —soltó la mujer, dándose cuenta de unas marcadas brechas en las lunas del coche. “Lo ha dejado bonito” pensó.

—Se ha escondido ahí abajo —añadió la abuela, señalando bajo la furgoneta.

—Nwag, bonito —lo llamó Lucía con voz temblorosa, agachándose para intentar ver mejor; ponto le llegó un maullido y el gato asomó la cabecita.

—¿Pero niña, se te ha caído del cuarto? —preguntó la vecina.

—Si —respondió ella, consiguiendo agarrar al bichito y sacarlo de su escondite, comprobando que se dejaba coger, pese a lo asustado que estaba.

—¡Santo cielo! Este ha gastado tres vidas, por lo menos…

El veterinario miró al animal otra vez, corroborando sus sospechas.

—No tiene absolutamente nada —le respondió a Lucía, dejándola mucho más calmada— ¿Y dice que impactó sobre el cristal de una furgoneta?

—Si.

—Pues creo que ese coche a amortiguado la caída, en cierto sentido. Y es un felino con mucha, muchísima suerte. Pero creo que pueden tener un problema; ¿Ha oído hablar del gato del síndrome volador o del paracaidista?

Ella negó con un movimiento de cabeza.

—Suena fatal.

El hombre sonrió antes de contestar.

—Son felinos que no tienen miedo a las alturas y se dejan caer desde sitios muy altos, en un patrón de conducta que puede repetirse una y otra vez hasta que aprenden o… bueno, se acabe con lesiones serias, etc. Suele darse en la juventud del animal, o cuando hay celo de por medio.

Lucía miró a Nwag maldiciendo su suerte. “Espero que haya aprendido la lección, porque si no lo llevamos claro…” pensó. “Bueno, al menos no se ha hecho nada, no seas quisquillosa”.

—¿Se le ha caído desde un balcón? —preguntó el veterinario.

—Desde una terraza.

—De acuerdo, pues recomiendo que lo vigilen cuando salga. Y no quiero llamar al mal tiempo, pero el índice de reincidencia con el síndrome es muy elevado, depende del animal y de que los dueños lo controlen, vaya.

—No se preocupe, intentaremos que eso no suceda otra vez.

—Hola cariño, que pasa —respondió Carlos, a la segunda señal—. ¿Estás bien?

—Hola cielo, si tranquilo, estoy bien. ¿A que no adivinas de dónde acabo de salir?

—Pues no, para nada. ¿Del supermercado?

—Ni te acercas —respondió Lucía—. He ido al veterinario.

—¿Qué le ha pasado al gato? —quiso saber su marido, interesado.

—Se nos ha caído desde la terraza.

—¿Pero qué dices, desde NUESTRA terraza? ¡Pero si es un cuarto! —una carcajada rasgó la conversación.

—No me hace ni puñetera gracia.

—Joder, cariño, es que es para reírse. Y supongo que te habrá costado un riñón…

La mujer no dijo nada, dejando que un silencio incómodo colocara a Carlos en su lugar.

—Vale, vale, es verdad. Ahora dime que está bien…

—Lo sorprendente es que ha gastado unas cuantas vidas y no tiene absolutamente nada más, lo único es que hay… unos insignificantes problemitas.

—No me ha gustado nada cómo te ha sonado eso.

—¿Recuerdas a los chicos que tienen el estudio debajo de casa?

—Claro. ¿Qué ha pasado?

—Vas a tener que ir a hablar con ellos; el gato ha aterrizado sobre su furgoneta, encima del cristal para ser más exacta.

—¡La virgen! Y lo ha reventado, por supuesto…

—El veterinario dice que ha amortiguado la caída y que como el cristal es ligeramente curvo, ha servido para frenar el impacto. ¿Podrías ir a verlos cuando vuelvas a casa? Tal vez tengamos la suerte de que se lo cubra el seguro… No lo sé. Yo estoy muy cansada y me voy directa a hacer la comida.

Carlos renegó por lo bajo.

—Vale, vale, ya iré yo; espero que no me manden a la mierda, porque suena a excusa total. Y más espero no pagar las lunas…

—Hay testigos, no te preocupes. La vecina del segundo lo ha visto caer; la pobre mujer se ha llevado un susto…

—Pues vaya con el gato… Tengo que dejarte, cariño. Hablamos cuando llegue a casa, te quiero.

Lucía colgó el teléfono y se volvió hacia el asiento de atrás, para ver que el animal la miraba de forma serena desde el interior del transportín.

—¿Qué crees que dirá mi marido cuando se entere de que puedes tener un síndrome raro? —preguntó al aire.

El animal soltó un maullido corto y se lamió la pata delantera; la mujer le dedicó una sonrisa y pensó en algo divertido; Carlitos, desde luego, iba a alucinar cuando le dijera que tenían en casa a un gatito volador. “Sólo espero que no se tire más veces” caviló. “Al menos el niño podrá fardar en el colegio” pensó, intentando buscar el lado bueno de las cosas. Y quien sabía, a lo mejor el extraño síndrome sacaba su paracaídas y una corriente de aire se lo llevaba bien lejos, a cualquier otro lugar y a cualquier otra parte…

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El niño que no entendía convencionalismos 8. El gato del síndrome volador por Ramón Márquez Ruiz se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

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CAPÍTULO 7: LA VARITA MÁGICA

CAPÍTULO 7: LA VARITA MÁGICA

CAPÍTULO 7. LA VARITA MÁGICA

Lucía llevaba cerca de diez minutos sentada en el retrete, mirando la letra pequeña de la caja de cartón que tenía entre las manos. “Oh, venga ya, no seas tan indecisa, hazlo de una maldita vez…” A pesar de haberse bebido cerca de un litro de agua aún no le venían las dichosas ganas de orinar. “Esto es una broma” pensó asqueada; quería hacerlo antes de que el nene se despertara, y a poder ser, antes de que volviera su marido…

Aquella mañana de sábado Carlos trabajaba y Anselmo se había marchado a visitar a unos buenos amigos. Mientras su marido se arreglaba y se anudaba la corbata ella lo había estado observando desde la cama, pensativa e indecisa. No le apetecía darle una noticia sin contrastarla primero, y se sentía demasiado impaciente como para esperar a su ginecólogo.

Así que unos veinte minutos después de que él se marchara, Lucía se vistió de forma apresurada, se adecentó un poco y corrió hacia una farmacia cercana, como alma que lleva el diablo. Ahora, en la intimidad de su cuarto de baño, un aluvión de emociones y de ideas le saturaban la cabeza, mientras esperaba que su cuerpo se decidiera de una maldita vez.

“No meo porque estoy nerviosa” caviló. “Así que respira, venga bonita, ni que fuera la primera vez…” Un cuarto de hora más tarde por fin lo notó y abrió la caja de cartón, sacando el dichoso palito, preparada para lo que fuera. Una vez realizada la prueba dejó el aparatejo sobre la pica y se miró en el espejo; en las instrucciones ponía que tardaba dos minutos, un lapso de tiempo que en aquel momento se le antojaba eterno. “Bueno, ahora toca esperar”. Se peinó con los dedos, pensando en Carlos. Su marido odiaba los preservativos y si era sincera consigo misma, ella también; por lo que después del nene los dos habían decidido usar el método más antiguo del mundo, la marcha atrás. Aunque ahora que lo pensaba, también era el más precario… “A la porra, ya no somos una pareja de quinceañeros”. Respiró tranquila y comenzó a sopesar los cambios que sufriría su vida de haberse quedado embarazada de nuevo. Le gustaba mucho su trabajo, incluso le agradaba viajar un poco; en la mayoría de las ocasiones sus excursiones laborales no duraban más de unos días, pero era una obviedad que de salirle un resultado positivo, a algo tendrían que renunciar tanto ella como su marido…

La mujer se hallaba tan metida en su mundo que no se dio cuenta de que la puerta entornada del baño se iba abriendo lentamente, de manera gradual. Noire asomó la cabecita y le dedicó un maullido, reclamando su atención.

—Hola precioso —le dijo ella, cogiéndolo en brazos; el gatito cerró los ojos mientras le acariciaba la cabeza, ronroneando como un motor.

En ese momento entró Carlitos, bostezando.

—Buenos días, cariño —lo saludó Lucía, un poco tensa de repente.

El niño abrazó a su madre y le dedicó una bonita sonrisa.

—Hola mama, buenos días a ti también. ¡Nwag, te estaba buscando!

La mujer le tendió al animal y Carlitos lo abrazó. Pero un segundo más tarde el niño se quedó mirando fijamente un punto de la pica… había algo raro y nuevo sobre el mármol, parecía un palito de plástico… Su madre supo al vuelo lo que miraba…

—¿Qué es eso, mamá? —quiso saber el nene, con una curiosidad desmedida.

Lucía sonrió nerviosa. “¿Qué diablos me pasa?” se regañó, aquella situación era tan cotidiana como la vida misma; seguro que en esos momentos un millón de mujeres estaban haciéndose la misma prueba… “Que ya tienes treinta y cuatro añazos, joder. Deja de comportarte como una niña”.

—Esto… esto es una varita mágica —le respondió por impulso. “Vaya tontería le acabo de decir”.

—¡Anda! —exclamó el nene— ¿Cómo las de Harry Potter?

—Es un poco… diferente.

—¿Puedo jugar con ella un rato?

Lucía reprimió una carcajada. “Ni hablar, que asco”.

—No cariño. Pero aunque no la toques sigue siendo mágica y además, escucha los deseos de los niños buenos —“si se lo cree, merezco un Oscar”—. ¿Por qué no lo pruebas tú?

—¿Yo soy un niño bueno, verdad? —quiso saber Carlitos, con los ojos muy abiertos.

—Claro que sí, corazón. Venga, dilo en voz alta; a lo mejor se cumple, eso sí, sin tocarla…

El niño volvió a deslumbrarla con otra radiante sonrisa.

—Pues ya sé lo que deseo —contestó después de una breve pausa.

—¡Muy bien! ¿Y que es lo que es lo que quieres de todo corazón?

—¡Lo tengo muy claro! —exclamó él, excitado—. Como ya tengo una mascota, ¡quiero un hermanitooo!

“La virgen” se dijo Lucía sorprendida, reprimiendo una carcajada. “Pues a lo mejor te toca premio, cariño”.

—¿Y ahora qué hacemos? —soltó el niño, sacando a su madre de sus ensoñaciones. Ella lo miró un poco indecisa.

—Ahora nos vamos los tres a desayunar, tú, Nwag y yo. Y dejaremos aquí la varita para que vaya pensándose tu premio —contestó la mujer, cogiendo a su hijo del hombro y sacándolo del baño. Luego apagó la luz y dedicó una rápida mirada donde había dejado el predictor. En unos minutos volvería para descubrir el veredicto… se sintió ansiosa… “¿Quiero otro niño?”. Una sonrisa automática se dibujó en su rostro; sabía que la respuesta de su pregunta interior era claramente positiva.

Después del desayuno Lucía recogió la mesa y llenó el lavavajillas. Mientras lo activaba no paraba de pensar en el resultado de la varita mágica. “Bueno, creo que ya va siendo hora de que mire si el deseo del nene se va a cumplir” caviló; hacia unos minutos que su hijo se había esfumado con el gato y lo oía trastear por el piso. “Mejor que esté jugando, así me dejará unos momentos tranquila”. Una tensa sonrisa se dibujó en el rostro de la mujer mientras volvía a su cuarto. Encendió la luz del baño, miró a la pica y… “¿Dónde diablos está el predictor?” No lo veía por ningún lado; “Oh”. Entonces le llegó la dulce voz de su retoño.

—¡Ava cadabra pata de cabra! ¡Soy un mago de Howards y quiero un hermanito!

“¡No estará jugando con él!” pensó Lucía. Oyó que Carlitos se dirigía al salón y corrió hacia allí de forma apresurada, descubriendo a su hijo en la terraza. El crío blandía su varita en el aire mientras murmuraba conjuros de Harry Potter a viva voz y el gato iba dando saltitos a su alrededor, intentando cazar el cacharrito.

—¡Accio hermanito! —gritaba el niño, soltando carcajadas llenas de felicidad— ¡Alohomora!

“¡Uf, menos mal que lo ha cogido por el otro extremo!” pensó Lucía; aunque debía admitir que la escena, cuanto menos, resultaba rara y divertida al mismo tiempo. “Qué imaginación”

—¡Carlitos, que haces jugando con la varita mágica! —le llamó la atención—. Dámela, te dije que no la cogieras…

Al escucharla el niño se volvió hacia ella.

—¡Mira mamá! ¡Le han salido dos rayas de color rosa!

Carlos llegó del trabajo dispuesto a pasar lo que quedaba del bonito día en familia; por fortuna la jornada se había reducido a la mañana y aún le quedaba toda la tarde para disfrutar con los suyos… nada más cerrar la puerta de casa, Lucía lo interceptó en la entrada dedicándole una gran sonrisa; parecía que ocultaba algo detrás de la espalda. “¿Una sorpresa?” se preguntó el hombre, intrigado.

—Hola cariño —la saludó él, besándola en los labios—. Me encanta ver lo mucho que te alegras de verme.

—Tengo que decirte una cosa —le dijo ella, devolviéndole el gesto—. Aunque tal vez sea mejor mostrártelo.

Lucía sacó la varita mágica y le señaló las dos rayas rosas. Carlos les dedicó una mirada, al principio sin comprender demasiado bien… un segundo más tarde su cerebro analizó la información y sintió una chispa en su interior. Sin ser un entendido en materias femeninas sabía perfectamente lo que aquello significaba…

—Felicidades cariño —añadió ella, ante su silencio—. Vas a volver a ser papá.

El hombre sintió una alegría descomunal y abrazó a su mujer, levantándola del suelo. Ambos estallaron en una risueña carcajada. Él la besó con fuerza… Y pensó que aunque aquello no hubiese sido planeado, de repente se sentía el hombre más feliz del planeta, mucho, muchísimo más feliz de lo que ya era.

—Me encanta mi vida —le dijo a Lucía, besándola de nuevo.

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El niño que no entendía convencionalismos 7. La varita mágica por Ramón Márquez Ruiz se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

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CAPÍTULO 6: UNO MÁS EN CASA

CAPÍTULO 6: UNO MÁS EN CASA

CAPÍTULO 6: UNO MÁS EN CASA

Carlitos miró al animal y una sonrisa bien grande se perfiló en su cara. El pelaje del cachorro era tan negro como la noche y sus ojitos, de un color verde esmeralda, centelleaban mientras lo investigaba todo con cierta curiosidad.

—¿Y seguro que es para mí? —preguntó el nene, acariciando la cabecita del felino.

Guille soltó una risita mientras Lucía contemplaba la escena, indecisa sobre como intervenir. Anselmo prefirió guardar silencio, poco dispuesto a participar. “Yo soy un inquilino” se dijo el hombre, “que se apañen entre ellos”. Ya habían transcurrido unos minutos desde que la vecina llegara a su casa acompañada de su nieto y el animalito, al que acunaba entre los brazos. Por lo visto una de sus gatas había parido una camada de cuatro crías y tanto Julián como su hijo les estaban buscando un nuevo hogar.

A Lucía no le extrañaba; entre la abuela y los tres gatos… no quiso ni pensar. Cuidar a una persona mayor y enferma, que se iba degradando con el tiempo debía ser extremadamente difícil, sobre todo para Julián. Aunque el pobre manejaba la situación con mucho tesón, algo digno de elogio.

—Hay que hablarlo con papá —le dijo la mujer al niño, dedicando una mirada al abuelo, para ver si la ayudaba de alguna manera. Anselmo le devolvió el gesto encogiéndose de hombros. “Vale, me dejas sola ante el peligro” pensó ella. Comprendía que su suegro no deseara intervenir en según que decisiones domésticas, por lo que escogió no presionarlo más. Ni ella ni Carlos se habían replanteado nunca la idea de tener mascotas en casa; aunque debía admitir que el gatito era precioso, muy muy bonito. Y notaba la atracción magnética que el crío sentía hacia él; a Carlitos siempre le habían gustado los animales, desde muy pequeñito… “Pero Carlos…” pensó. Su marido era un hombre muy estricto para algunas cosas, aunque también extremadamente adaptable.

—Y esos dedos, Anselmo, ¿Cómo lo lleva? —Guille rompió la tensión del momento.

El hombre le dedicó una sonrisa. Ya habían transcurrido un par de meses desde su pequeño accidente doméstico, en el que se rompiera el dedo anular.

—Perfecto, muchas gracias por preguntar.

El chico le devolvió el gesto.

—Me alegra oír eso.

Mientras los adultos charlaban o cavilaban, el niño se iba acercando cada vez más a la señora Clotilda y al animalito.

—¿Puedo cogerlo? —preguntó con timidez.

—Claro que sí, bonito —contestó la anciana, tendiéndole al cachorro.

—¿Te gusta? —quiso saber Guille—. Mi abuela lo ha escogido personalmente para ti. Los otros son marrones.

—Es precioooso —dijo el nene, acunando al bichito entre los brazos. El gatito le dedicó una intensa mirada y soltó un maullido.

La escena resultó tan encantadora que hasta Lucía se enterneció. “A la porra” se dijo. “Nos lo quedamos, luego ya me encargaré de Carlos”.

—Muchas gracias, Clotilda —le agradeció a la vecina—. Lo aceptamos con mucho gusto.

—Y no vas a tener que preocuparte de sus necesidades, Carlitos —añadió Guille—. Ya tiene dos meses y lo hemos educado para que haga sus… cositas, sí eso, en un cacharro con arena.

—¡Uala! —exclamó el nene—. ¡Es un súper gato!

Carlos se subió al ascensor bastante cansado y tras darle al botón del cuarto, dedicó un instante para estudiar su aspecto en el espejo. “Tengo cara de estar hecho polvo” se dijo, aflojándose el nudo de la corbata. Menos mal que por fin había llegado a casa, vaya día más pesado. “Ahora solo quiero estar con los míos un rato, luego un revolcón si Lucía me deja y a dormir”.

Unos instantes más tarde por fin, después de una jornada desquiciante, Carlos logró entrar en su morada. “Hogar, dulce hogar” pensó. Una frase tópica que, sin duda, reflejaba lo que más deseaba en ese momento.

—¡Hola familia! —saludó desde la puerta. Después la cerró con llave y se volvió hacia el oscuro pasillo, quitándose el abrigo y colgándolo en un perchero cercano. Conocía tan bien su casa que ya no necesitaba encender las luces para deambular por ella; eso le daba un aire misterioso que lo relajaba, le permitía descansar los ojos quemados tras horas mirando un monitor y fantasear unos instantes, libremente. Avanzó unos pasos, risueño, hasta que de repente notó dos orbes brillantes y pequeños clavados sobre su persona.

—¡Joder! —soltó por auto reflejo. Buscó el interruptor más cercano y encendió la luz, topándose con un gatito negro en mitad del pasillo. El animal se dirigió hacia él ronroneando como un motor y comenzó a restregarse contra su pierna.

“Esto es nuevo” pensó Carlos, analizando la situación. Se agachó y lo cogió para mirarlo más de cerca, comprobando lo pequeño que era. “Es un cachorro, sin duda”.

—¿De dónde has salido tú, amiguito? —preguntó. “Vaya ojazos”.

En ese momento aparecieron Lucía y Carlitos al otro lado del pasillo.

—Hola cariño —le dijo su mujer, un poco tensa.

—¡Papá! —exclamó el niño, corriendo hacia él—. Éste es Nwag.

Carlos centró la atención en su hijo, arqueando una ceja. “¿Que el gato se llama Noire?” caviló. “¿Desde cuándo el nene sabe pronunciar francés?”.

—Vaya chavalote, tiene un nombre muy bonito —atinó a contestar, aún desconcertado.

—Nwag en Francia significa negro —dijo el crío, feliz—. ¿Me das el gato?

El hombre dedicó una mirada a su mujer, entornando los ojos. Después obedeció ante la petición del nene y le tendió el animal; Carlitos lo cogió y se fue corriendo, perdiéndose tras la puerta del salón.

—Lucía, tú y yo debemos hablar muy seriamente.

Al entrar en la cocina se toparon con Anselmo; el abuelo dedicó una mirada escrutadora a su hijo, se terminó su vaso de zumo de un solo trago y lo saludó con un beso en la mejilla. Carlos entornó los ojos.

—Solo haces eso cuando prevés que estoy mosqueado —le soltó.

—Te doy un beso porque soy tu señor padre —replicó Anselmo—. Y sí, preveo que ya estas cabreado.

—¿Y qué esperas? —estalló su hijo—. Llego a casa y me encuentro con que mira tú por dónde, tenemos un gato. Y… ¿Alguien ha tenido la decencia de consultarme? He tenido el teléfono a mi lado todo el santo día. Y no me habéis llamado para nada.

—Lo siento cariño —intervino Lucía—. Es culpa mía, no he sabido decir que no, es un regalo de la señora Clotilda. Parece que está atravesando un buen momento en su enfermedad, hasta se ha acordado de Carlitos.

Al escuchar la mención a la vecina el hombre se calmó un poco; pues claro, como no había caído. De vez en cuando Carlos quedaba con Julián y se marchaban a una tasca cercana, para tomar unas cervecitas y charlar un rato. Y un mes atrás, Julián le contó que una de sus gatas había parido una camada de cuatro crías, y que no se las podía quedar porque se sentía demasiado desbordado con todo.

—Lo siento mucho por los vecinos pero el gato se va.

—Venga hombre, no seas así.

—¡Joder Lucía! ¡No quiero animales en casa!

—Hijo, esa lengua —añadió Anselmo. La pareja dejó de discutir y ambos lo miraron un momento.

—¿Y tú como no has dicho que no?

—Pues porque yo soy un inquilino y vosotros sois un matrimonio de adultos. Así que ¡LECHES! Apechugad.

Acto y seguido el abuelo le dio unas palmaditas a su hijo en el hombro y se marchó. Lucía aguantó una risita; su suegro tenía un salero…

—¡Será posible! —exclamó Carlos—. Y vive aquí a cuerpo de rey… no es mucho pedir un poco de decisión en esta casa…

—Ven conmigo y mira esto.

La mujer cogió a su marido de la mano y lo condujo hacia la puerta del salón; seguidamente ambos asomaron la cabeza en silencio. El niño acariciaba al animal, acunándolo sobre su regazo mientras miraba la tele, sentado en el suelo y con la espalda apoyada en el bajo del sillón. Carlos también lo notó, esa brillante sonrisita… “Grandísima mier…” pensó.
La pareja volvió a meterse en la cocina y cerraron la puerta.

—Dime que lo has visto —soltó Lucía, impaciente—. Esta tarde Carlitos me ha dicho que ya sabía lo que quería ser de mayor.

—¿Ah, si? ¿Y que te ha dicho?

—Pues quiere ser veterinario o médico, pero la clase de médico que cura las enfermedades raras como la de la señora Clotilda.

“Vaya” pensó Carlos. Aunque debía admitir que se sentía gratamente sorprendido.

—Ahora escúchame —siguió hablando Lucía—. Ya sé que como padres en muchas ocasiones tendremos que decirle que NO, y que tampoco es una buena idea mimarlo demasiado… pero yo también quiero quedarme con ese gato. ¡Por una vez, la señora Clotilda se ha acordado de Carlitos! Hasta Julián y Guille están sorprendidos. Y dime que el bichejo es feo, venga, dímelo…

El hombre la miró fijamente, sin pestañear. Debía admitir que le había impactado lo de la vecina. “Bueno, sólo es un gato…”

—Está bien —cedió Carlos—. Lo tendremos de prueba unos días. Y si el gato se carga algo lo echamos a la calle.

Lucía lo miró seria, muy muy seria.

—Vale, vale, le buscamos un nuevo hogar. Sabes que no soy de esos… lo llevamos a una protectora de animales, o algo.

—Muchas gracias, cariño —le dijo ella, abrazándolo—. Ya verás cómo nos lo montamos bien. Y cuando nos vayamos a la cama te daré un premio…

Que le dijera eso consiguió que una pícara sonrisa se perfilara en la cara de su marido. “Y tanto que me vas a dar un premio” pensó, besándola en los labios. Por lo visto de un momento a otro, la familia había crecido. Quizá esa era una de las cosas buenas de vivir. Y mientras que los cambios fueran a mejor, a Carlos no le importaba seguir creciendo. Desde luego, sabía que Carlitos era, ahora, un niño mucho más feliz, si cabe. “Anda que si realmente se nos hace neurólogo o algo así…” se dijo.

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El niño que no entendía convencionalismos 6. Uno más en casa por Ramón Márquez Ruiz se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Me llamo Ramón Márquez Ruiz y soy escritor, diseñador gráfico e ilustrador. Bienvenidos a Novelesco. Si deseas saber más cosas sobre mi, clica abajo. Muchas gracias por leerme ; )

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