CAPÍTULO 4: TANGOS LEJANOS

CAPÍTULO 4: TANGOS LEJANOS

Desperté de repente, desvelada y empapada en una fría pátina de sudor; nada más abrir los ojos contemplé la oscuridad impenetrable de mi habitación, con la respiración entrecortada, segura de que había vuelto a padecer la misma pesadilla de siempre, pese a que jamás lograra recordarla. Y lo sabía gracias a la desagradable sensación de vacío que experimentaba mi cuerpo, como si aquel sueño esquivo fuera un recuerdo dormido que no deseara salir de las tinieblas para quedarse guardado en un impenetrable rincón de mi viejo cerebro.

—Maldita sea —murmuré, mientras encendía la luz y miraba el despertador—. Las tres de la mañana, para variar un poco.

Al instante supe que no volvería a dormir, por lo que decidí levantarme dispuesta a airear mi sobrecargada cabeza. El ser un “algo” con más de dos mil años de vida me había concedido ciertas ventajas, como por ejemplo la capacidad de acumular bienes e inmuebles para aburrir, dignos de una marquesa con fantasías de gloria. Por aquel entonces vivía en un lujoso loft de doscientos metros cuadrados en la Gran Vía de Barcelona y mi pisito constaba de dos plantas, un garaje y un esplendoroso jardín interior, equipado de una fabulosa piscina estrecha dotada de la última tecnología en la que quemaba todas mis frustraciones amnésicas. Nadar a contra corriente se había convertido en mi pasatiempo favorito, sobretodo en momentos como aquel. Y tampoco necesitaba dormir mucho, por lo que me desnudé dispuesta a gastar un poco de energía.

Mis dependencias privadas se hallaban en el piso de arriba, siendo una zona a la que pocas visitas tenían acceso. Y a pesar de contar con unas bonitas escaleras de caracol había cogido la retorcida costumbre de usarlas solo para subir, saltando a plomo al piso de abajo cuando me encontraba en la más estricta soledad. A lo largo de mi vida algunas personas ancianas, benditamente normales, me habían contado que la edad concedía ciertas extravagancias a la personalidad humana; un rasgo del que por lo visto ni siquiera yo constituía una excepción; disfrutaba como una loca de aquel breve descenso y con la sensación de cosquilleo en las piernas que experimentaba mi cuerpo al aterrizar en el salón. Por fortuna ser casi indestructible tenía sus ventajas, sobre todo cuando la energía de mi última cena de lujo aún seguía revoloteando a través de mi organismo. Incluso me había aventurado a saltar desde alturas mucho mayores, percibiendo el frescor de la noche en la cara y el fuerte impacto en las plantas de los pies, siempre recién alimentada, siempre buscadora de emociones nuevas que rompieran un poco el aburrimiento que sentía; hasta me había dado el caprichito de esnifar una raya de coca, más a la fuerza que otra cosa; el muy imbécil me la había tirado a la cara, mientras intentaba aniquilarme… pensar en aquel hombre tan guapo logró que una sonrisa se dibujara en mi agriada expresión. Lo había disfrutado, y mucho, pese a que no hubiese resultado ningún reto interesante. “He de comprarme un par de Katanas” pensé, mientras salía al patio y conectaba la piscina, a máxima potencia. Acto y seguido me tiré al agua y floté tumbada, esperando a que las olas se volvieran un poco más fuertes.

Nadar era un esfuerzo mecánico que relajaba mi mente, permitiéndome desconectar. No obstante aquella madrugada, mientras mi cuerpo reaccionaba contra el artificioso oleaje, un recuerdo dormido despertó con abrumadora fuerza sin que lograra evitarlo. De golpe volvía a escuchar ese tango, que resonaba por todo aquel pequeño local argentino y clandestino en la lejana ciudad de Nueva York. Durante un segundo quise cerrarlo, evitar el salto cuántico de mi cabeza. Pero pensar en él logró que todas las barreras se desplomasen una a una, haciéndome sentir las mariposas en el estómago… Aleksey…

Nueva York, 1922

La música en directo vibraba en la pista mientras algunas parejas se contorneaban a la perfección, ejecutando de forma magistral un baile que siempre me había parecido fascinador. Yo los miraba sentada en uno de los altos taburetes con respaldo y saboreando una deliciosa copa de vino blanco. Pese a que los hombres me miraban casi sin pestañear ninguno se atrevía a acercarse, algo que me divertía; y sin duda la elección del vestido aparta moscones había sido lo mejor, ya que me apetecía permanecer en la más estricta soledad.

Durante un momento miré mi reflejo en el envejecido cristal que había al otro lado de la barra improvisada, estudiando el efecto que causaba mi cabellera pelirroja colocada de manera coqueta hacia delante y cubriendo un poco el impresionante escote del vestido carmesí. Podría decirse que iba tan despampanante que cohibía, intimidaba… y lo consiguió durante un buen rato y unos cuantos tangos más, hasta que un muchacho se sentó resuelto en el taburete de al lado, que había permanecido vacío durante toda la noche.

Al principio ni me miró; una vez acomodado llamó al camarero con un gesto galante, pidió un wisky y pareció quedarse absorto en los bailarines que se entregaban a la pasión del ritmo argentino.

Su pasotismo logró que me fijara en él, por ser el único hombre que no mostraba ningún interés en mi figura; y no tardé en darme cuenta de que aquello me divertía mucho más que espantar fieras etílicas.

El primer detalle que me llamó la atención fue su elegancia; ese rasgo es innato, se nace con él o no. Y aunque se puede aprender a dominar, es algo muy perceptible cuando viene de cuna. Su porte, su pose relajada sin perder ni un ápice de refinamiento, un aire despreocupado que lo envolvía a pesar de ir pulcramente vestido se reforzaba por el hecho de que no dedicara ninguna mirada furtiva a mis senos, como hacían el resto de galanes del local. Vestía un traje de raya diplomática, de americana cruzada y un fedora oscuro se calaba en su proporcionada cabecita.

Me sorprendió su forma de llevar aquel traje, supe que no se trataba de un gángster, ni de un mafioso, un tipo de hombre que abundaba demasiado por aquel tiempo y que constituía una predecible fuente de alimento en mi dieta nuevayorquina.

Entonces me fijé en el nudo de su corbata, que presentaba un aspecto impoluto, de los mejor armados que había visto en mucho tiempo; “Es inglés” pensé, e hice un barrido hacia arriba, hacia su rostro, dándome cuenta de que no tendría más de veintipocas primaveras. Un niño bonito, al fin y al cabo, atractivo y guapo, pero tirando a lo común, sin ningún rasgo exótico a primera vista… de repente él ladeó la cabeza y me miró a los ojos, sin disimular. Mantuvimos el contacto visual durante unos minutos, en el más estricto silencio; y logró hacerme sentir ligeramente incómoda, un acontecimiento que muy pocas personas habían conseguido en más de doscientos años, sacándome de mi error. Sus ojos eran un rasgo distintivo, diferente e increíble, oscuros y extremadamente brillantes; daban la impresión de que penetraban a través de la piel hasta llegar a la carne, a lo más hondo de mi ser…

—Hola —me dijo, dedicándome una encantadora sonrisa.

Sus rasgos aún mantenían una esencia de la infancia recién disipada, dándole un plus y despertando mi vena depredadora. Intuía su luz, por lo que di por sentado que se trataba de un buen muchacho. Y nunca me he comido a los buenos, ni siquiera en épocas tan locas y oscuras como la que se nos venía encima.

—Hola —le devolví el saludo, dedicándole una sonrisa matadora. No obstante no coseché el efecto intimidatorio que esperaba; él seguía mostrándose impasible.

—Ya sé que te va a sonar muy manido, pero… ¿Puedo invitarte?

Me reí, notando ciertas miradas cercanas clavadas en el recién llegado. Y el nene se lo merecía, había demostrado tener más pelotas que los demás hombres del local, al atreverse a hablar conmigo.

—Claro que sí, guapo —le contesté, vaciando la copa de un trago. Decidí divertirme un poco, supongo. Y aquella situación se volvía cada vez más interesante. “¿Qué rol asumo?” reflexioné. “¿Me hago pasar por una fulana o por una caza fortunas?” seguí razonando mientras el chico me dedicaba otra radiante sonrisa. “A ver cuánto tardo en espantarlo…”

Hice un gesto coqueto al camarero, que no disimuló una expresión de creciente interés en nosotros. Mientras me llenaba la copa de vino blanco miró de forma inquisitiva al mozo, con un amago de sonrisa dibujada en la cara.

—¿Qué edad tienes? —le pregunté a mi nuevo amigo, después de darle las gracias al barman.

—Veintidós —respondió el muchacho—. Tú aparentas ser de mi edad, más o menos.

—Soy un poco más vieja —solté, mostrándole otra sonrisa.

—Pues te conservas de maravilla.

—Que educado. Eres inglés, por lo que veo.

—Soy ruso, en realidad —contestó él—. Pero tu ojo es muy avispado, mi padre adoptivo sí que es británico.

—¡Vaya! —exclamé divertida—. Daba por hecho que venías de allí, tu manera de vestir te delata. Puedes dar por sentado que eres el hombre más bien vestido del local… ¡Qué diablos! De la manzana entera.

—Gracias. Mi padre me enseñó bien…

—Discrepo con eso, cariño. La elegancia es algo innato, se tiene o no se tiene, por mucho que te enseñen. Y he conocido a muchos hombres para saber eso, te hablo por experiencia propia.

Él me escrutó con la mirada y volvió a invadirme la misma sensación, como si buscara algo en mi interior.

—Pues no nací en un lugar con mucho glamour, precisamente.

Ambos le dimos un trago a nuestras bebidas, al mismo tiempo.

—¿Has oído hablar de Svayashchennyy? —me preguntó y al instante negué con un gesto de cabeza—. Pues tampoco te pierdes nada, la verdad —se rio—. Es una ciudad de mierda al oeste de Rusia; podría decirse que mi padre me rescató de allí. Bueno para ser más exacto, me rescató de su horrible orfanato.

Lo miré fijamente, sin pestañear; tuve que admitir que aquello me había impactado, algo me susurraba que no mentía.

—Lo siento —me disculpé de forma sincera.

—¡No pasa nada, tranquila! Por suerte mi padre apareció en una jodida noche de tormenta y… ¿Pero qué me pasa? —soltó una risita tímida, que me ganó—. Yo sí que lo siento, de verdad, te estoy contando mi vida…

Ambos nos reímos al mismo tiempo y me di cuenta de que aquel chico me caía de maravilla; hacía mucho tiempo que no lo pasaba tan bien con un extraño, sin que hubiese cena o sexo por en medio…

—Menos mal que voy por el primer Wisky… —alegó él, haciéndome reír otra vez.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté.

En aquella ocasión fue el mozo el que me regaló una sonrisa.

—Aleksey Crowley, enchanté —se presentó, besándome la mano adulador.

Huelga decir que me gustó el detalle, mucho; aunque le dediqué una escrutadora mirada, logrando disimular a la perfección el increíble asombro que me embargaba por dentro. Pese a que su apellido debía ser bastante común algo despertó mi intuición. Había oído hablar de un Crowley británico, un ocultista de lo más interesante.

—Yo me llamo Adelle —medio mentí; lo cierto era que cambiaba de nombre cada cuarenta años aproximadamente, o para ser más exacta cuando me iba de una ciudad para no levantar sospechas sobre mi longevidad…

“Adelle” recordé, dejando de nadar y logrando que los recuerdos volvieran a diluirse; salí de la piscina y caminé a paso lento hacia el baño de arriba; después me metí en la ducha, notando el agradable tacto del agua caliente resbalándome sobre la piel. Unos minutos más tarde entré en el vestidor, lista para escoger el atuendo del día; ya eran las siete, una hora perfecta para comenzar a prepararme.

Aquella mañana tenía programada la visita a una adivina que vivía en una ciudad cercana; había adquirido la costumbre de visitar algunos cada x, un pasatiempo que me divertía, y hasta la fecha sólo había dado con farsantes; pero sabía que debían de quedar de los buenos y que tarde o temprano daría con alguno. España era una tierra antigua, antaño plagada de poder; la sangre mágica no se extingue, pese a que en los últimos años abundasen más los criminales, los políticos corruptos y los chorizos. Pero yo disfrutaba de todo el tiempo del mundo para descubrirlo, no me corría prisa; y la mujer a la que pensaba visitar gozaba de mucha fama en las inmediaciones, incluso se rumoreaba que entre su clientela había celebridades locales.

Ser rica me permitía acumular muchos bolsos, por lo que siempre escogía el mismo para los adivinos. En su interior, dentro de un precioso sobre de color rojo había guardado doce mil euros por si me tocaba el gordo. Huelga decir que ese dinero llevaba en la oscuridad desde el cambio de moneda, esperando que lo sacara de paseo.

Después de un buen rato revisando las prendas del enorme vestidor elegí un vaporoso vestido amarillo y unos tacones de ante. Luego me miré en el espejo bastante convencida; entonces supe que faltaba un toque distintivo y rebusqué entre mi colección de sombreros hasta dar con el indicado, uno de color blanco que otorgaba a mi figura el aire de una celebridad de cine clásico.

Una vez arreglada bajé al garaje y miré entre mis coches. Jamás me ha gustado presumir, pese a que podría decir que más de un aficionado al motor hubiese muerto de envidia de haber entrado en casa. Disponía de varios modelos que se adaptaban a cualquier circunstancia, desde un día con ánimo turbulento a una noche de caza. No obstante cinco minutos de indecisión bastaron para indicarme que en el fondo no me apetecía conducir; sabía que él acudiría de nuevo a mi mente y juzgué que Aleksey se merecía toda la atención que podía malgastar en la carretera; así que busqué los horarios del autobús o del tren, saliendo de casa muy feliz al darme cuenta de que me quedaba más de una hora para llegar a Plaza Cataluña, en busca del transporte público que me llevaría a la adivina de la semana. Y mientras me daba un largo paseo saboreando el delicioso día, dejé que los recuerdos me condujeran otra vez, arrastrándome por el tango que volvía a ocupar toda mi mente…

Nueva York, 1922

Los dos llevábamos ya unas cuantas copas y nos reíamos amparados bajo las envidiosas miradas de los otros clientes del local; la conversación había dado varios giros cómicos y relajantes, hasta que de repente volvió a centrarse en asuntos de mayor interés.

—¿Y qué te trae a esta ciudad? —le pregunté, logrando dejar de reír. Él me había lanzado uno de los peores chistes de la historia, pero contado con tanta gracia que lo había salvado del abucheo.

—Estoy buscando a alguien —me respondió.

—Pues Nueva York es una ciudad muy grande —solté un poco más seria.

—Soy un tipo de recursos, eso la convierte en pequeña.

—¡Vaya! —exclamé, mirándolo interesada—. Me gustan los hombres seguros de sí mismos.

—Gracias —contestó—. Pero llevo más de un año buscando, incluso he viajado bastante; y he de admitir que hasta ahora mismo había perdido un poco la esperanza.

Le dediqué otra amplia sonrisa; “Quiere seducirme” pensé, dándome cuenta de que una noche de sexo podía ser una buena forma de terminar el día. Él ya no era un niño, pese a que en ocasiones todos me lo parecieran.

—Y podría decirse que trabajo para alguien influyente que desea ayudar a la persona que busco —continuó hablando Aleksey—. Aunque creo que también la necesita para algo, no estoy seguro; ella no me da muchos detalles, es muy reservada.

—¿Ella? —quise saber, curiosa.

Una sonrisa se perfiló en su rostro.

—En efecto; es mi benefactora, se ha encargado de mi manutención desde que salí del orfanato. Y después de todo lo que me ha dado no puedo hacer otra cosa que ayudarla, le debo muchísimo.

—Eres muy consecuente para ser tan joven, me gusta tu actitud.

—Pero veo que vas a soltar un pero… —dijo él, entre risas.

—Chico listo —lo alagué—. Peeero no creo que le debas nada, si te ha mantenido supongo que habrá sido porque le ha dado la real gana.

Los dos bebimos un trago a la vez.

—¿Y por qué crees que esta noche la suerte te va a sonreír?

Volvió a mirarme de esa manera tan suya, noté de nuevo que penetraba a través de la piel hasta llegar a lo más hondo de mi ser.

—Ya lo ha hecho, he dado contigo.

Me reí con ganas y le toqué la pierna, notando un pequeño sobresalto, apenas perceptible. La idea de dejarme seducir por aquel galán ganaba peso a cada segundo; al fin y al cabo yo era “algo” y seguía siendo una mujer al mismo tiempo, pese a romper los esquemas de la propia naturaleza.

—¿Y cómo sabes que soy yo?

—Ella me ha dicho en infinidad de ocasiones que simplemente lo sabría, sin más; y de vez en cuando me envía pistas…

—Que considerada —le solté— ¿Y qué pista te ha lanzado hoy?

Mi comentario le hizo gracia.

—Algunas libélulas me han chivado el camino —añadió, sin borrar un gesto afable de la cara.

Me reí otra vez.

—No te rías, nunca miento.

A lo largo de mi vida había presenciado muchísimas cosas, algunas tan jodidas como sorprendentes; y ni siquiera en aquellos tiempos podía considerarme un ser escéptico. Yo existía, al fin y al cabo. No obstante, reconocía a la primera los juegos de la seducción.

—Y me han conducido hasta este antro escondido —Aleksey continuó su discurso—. Me dirás que no cuesta encontrarlo…

Cierto, lo conocía desde hacía unos meses y me gustaba la clientela, en el sentido literal de la palabra. Por lo visto muchos criminales de la ciudad gozaban de la misma fascinación por el ritmo argentino que yo, al igual que por la clandestinidad.

—¡Venga ya! —exclamé—. Aunque no te lo creas soy una mujer de mundo, y para nada puedo considerarme ingenua…

Sucedió algo que me dejó callada, logrando que fuera incapaz de terminar la frase. Una libélula voló hacia nosotros y se posó en el borde de mi copa; se trataba del insecto más bonito que había visto hasta la fecha, de un color fucsia intenso y con unas alas grandes y estilizadas. “Increíble” pensé.

—En algunas culturas y religiones antiguas se dice que el alma humana, cuando se trata de un ser de luz, adquiere la forma de una Anisoptera —alegó él, con los ojos clavados en mí.

Lo miré fijamente sin pestañear y entonces lo noté, un brillo en sus ojos, una chispa que reconocí muy bien; se trataba de magia.

“Mierda” cavilé, dejando que mi instinto analizara la situación; pero cómo no me había dado cuenta antes… Desde luego, seguía notando su aura cálida y buena, para nada hostil… “Y yo que pensaba que todo había sido una coincidencia…” me dije, recriminando a mi ego por haberme considerado demasiado lista.

Algunos clientes se quejaron del insecto y éste salió volando hasta desaparecer en algún punto de semioscuridad.

—¿Quién eres? —le pregunté adquiriendo por primera vez una actitud tajante.

—No soy tu enemigo, creo que eso lo tienes claro —respondió Aleksey. Entonces la banda de músicos comenzó a tocar una melodía y él reaccionó, levantándose un segundo después.

—Me encanta esta canción —soltó, tendiéndome la mano— ¿Bailamos?

Lo miré intrigada, aceptando el ofrecimiento sin despegar los labios; juntos nos dirigimos a la pista de baile, percibiendo las miradas de todo el mundo clavadas en nosotros; el chico me agarró de una manera perfecta, haciéndome ver que dominaba la situación.

—Eres una caja de sorpresas —le dije. Por fortuna llevaba mucho tiempo practicando el tango. Y me sentía intrigada…

—No tengo amigos, no tengo amores, no tengo patria, ni religión —entonó el cantante con una voz exquisita que logró infundirme una pizca de frenesí. Aquella letra era de mis favoritas y Carlos Gardel un genio digno de copiar; aunque el hombre de aquel tugurio clandestino no lograba brillar tanto, cuanto menos se le acercaba de una manera gloriosa. Por no decir que se me antojó la canción perfecta para el confuso momento en el que nos hallábamos.

Comenzamos a movernos a un ritmo frenético y pronto todo el mundo nos miró con los ojos muy abiertos. Yo me daba cuenta mientras me giraba, permitiendo que él apretara mis curvas mientras captaba todo cuanto sucedía a nuestro alrededor sin perder ni una pizca de atención en cada uno de mis movimientos.

—Buena bailarina, a la par que hermosa —me alagó Aleksey en un momento de pausa, con la respiración acelerada.

—Tu también —le respondí sincera, oyéndole a pesar de la música— ¿Quién es tu benefactora?

—Es una pregunta interesante —contestó, dándome un giro.

—No me gusta que jueguen conmigo. Contesta o me marcho ahora mismo.

—Cuando te pones furiosa brillas más todavía, Adelle.

Su respuesta me enfadó y me solté, dispuesta a abandonar el local. Pero él me agarró por la cintura, me dio la vuelta con un gesto cargado de emoción y me inclinó hacia atrás, al mismo tiempo que finalizaba la música… el garito se llenó de aplausos ensordecedores, de silibidos… ambos jadeábamos por el esfuerzo, nos miramos a los ojos, con las caras muy cerca…

—¿Qué es lo que deseas de mí? —le pregunté, conteniendo las ganas de besarlo y abofetearlo al mismo tiempo.

—Muchas cosas —fue su respuesta—. Empezando por ayudarte a descubrir que eres…

Licencia Creative Commons
Ciudades de tiniebla Capítulo 4. Tangos lejanos por Ramón Márquez Ruiz se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Me llamo Ramón Márquez Ruiz y soy escritor, diseñador gráfico e ilustrador. Bienvenidos a Novelesco. Si deseas saber más cosas sobre mi, clica abajo. Muchas gracias por leerme ; )

CAPÍTULO 3: EN LA OSCURIDAD

CAPÍTULO 3: EN LA OSCURIDAD

Rusia, 1910

El viejo y cochambroso orfanato de Svayashchennyy se erguía en la cima de un monte apartado de la pequeña ciudad, convirtiéndose en uno de los parajes más lúgubres de toda la región. El edificio nunca había brillado por su belleza, ni siquiera en los buenos tiempos. Y ahora se hallaba en una situación de aparente degradación y deterioro, provocando una sensación onírica, desolada y extraña en los pocos transeúntes que se atrevían a pasar cerca de sus muros.

La tormenta causaba un efecto desconcertante en la buhardilla y los resplandores del cielo se colaban a través de los cristales; hacía mucho frío y Aleksey tiritaba un poco bajo las mantas que lo cubrían hasta la nariz, mientras el miedo conseguía que su imaginación creara figuras aterradoras en la oscuridad.

De vez en cuando el inmueble se quejaba con golpes extraños, contundentes; desde muy pequeño el niño había aprendido a desconfiar de los sonidos nocturnos, ya que podían ocultar amenazas latentes, tan peligrosas como aterradoras; y sabía que Efrem lo tenía bajo el punto de mira.

“Esta noche iré a verte mientras duermes y te rajaré la cara” le había dicho el chico esa misma mañana, cuando Aleksey intentó que no le robara su tesoro.

Efrem era cinco años mayor que él y un portento en provocar maldades, demostrando lo retorcido y estremecedor que podía resultar un adolecente de quince años. El crío lo había visto torturando a perros en el patio, matando a gatitos y pegando palizas a compañeros de su edad, incluso… no deseaba ni pensar, sólo le importaba sobrevivir intacto a aquella noche; y ni siquiera los espeluznantes cuentos de hadas que los adultos solían contarles para asustarlos y lograr que fueran buenos tenían el poder que aquel maldito muchacho detentaba.

El resto de críos dormían o lo aparentaban y en la habitación de los menores de diez años reinaba un letargo artificioso, roto por los rayos, los relámpagos y los ensordecedores truenos. El niño se hallaba metido en su propia burbuja, manteniéndose despierto y contando los segundos y los minutos, esperando… Sospechaba que tanto Efrem como sus amigos pronto acudirían a su encuentro, y se negaba a que lo cogieran desprevenido. Pero… ¿Qué debía hacer? Sólo era uno de los muchos huérfanos que malvivían en aquel sitio plagado de oscuridad y de pobreza, sin padres, sin familia y sin futuro. “A lo mejor no viene” pensó en un intento de relajar su embotada cabecita, permaneciendo tan inmóvil como una estatua, con la esperanza de que aquello lo salvara… De repente distinguió otro tipo de sonido que alertó todos sus sentidos, parecía algo arrastrándose en el suelo y los gastados tablones crujían mientras avanzaba; hubo un intenso resplandor que mordió las tinieblas de la estancia, el ruido se hacía cada vez más cercano y creyó distinguir una silueta que avanzaba lentamente hacia él, de forma reptante…
El niño se tapó entero, reprimiendo las ganas de llorar. Un extraño gorgoteo llegó a sus oídos, una señal que casi logró detener su pequeño corazón; supo que venía justo de al lado de su cama…

Aleksey contuvo el aliento al notar que alguien tiraba de las mantas, logrando que su cabeza quedara destapada; la buhardilla volvió a inundarse de luz y miró con los ojos muy abiertos, descubriendo a un Efrem malherido y ensangrentado, con la cara contorsionada en una mueca de terror; al crío lo invadió la certeza de que intentaba levantarse del piso…

—Socorro —susurró el chaval, agónico, fuera de si—. Sáaalvameeee…

Un intenso escalofrío invadió al rapaz, que dedicó al chico una desencajada mueca de pavor… De golpe distinguió una respiración enfermiza que le resultó de otro mundo y algo arrastró a Efrem bajo la cama, seguidamente sonaron unos gritos ahogados al compás de unos golpes contundentes que resonaron por toda la habitación, mientras su lecho botaba y crujía… Aleksey sintió que no lo soportaba más y en un acto de valentía saltó al suelo; entonces algo lo agarró del tobillo logrando que cayera de rodillas y por instinto se volvió para comprobar que se trataba del muchacho…

—¡AYÚUUDAMEEEEE, POR FAVOR! —le suplicó.

Hubo otro resplandor y el niño vio como de la oscuridad bajo el somier surgía una mano nervuda, de largos dedos retorcidos que agarraba al zagal fuertemente por el cuello, logrando que lo soltara… seguidamente lo arrastró hasta hacerlo desaparecer y él gritó a pleno pulmón, alejándose hacia una de las camas vecinas; no comprendía como ninguno de sus compañeros se inmutaba y descubrió que no había nadie más, tanto la estancia como los lechos se hallaban vacíos…  “En las noches de tormenta ella sale a buscar, y a los nenes malos y a las personas perversas no dudará en cazar; los robará en la quietud de la noche y a su cueva para devorarlos se los llevará” recordó las fábulas que le contaban algunos mayores de vez en cuando. En unos segundos la cama quedó quieta de nuevo y el crío, histérico, se alejó hasta darse cuenta de que en vez de huir en dirección a las escaleras había corrido hacia la pared; se chocó contra ésta, se giró y la habitación se iluminó otra vez, logrando que distinguiera como una inquietante figura gateaba de forma grotesca hacia él. Chilló preso del pánico, temblando de manera descontrolada, parecía una persona mayor cubierta por entero con una capa roja y sucia, de los pies a la cabeza. La visión lo turbó tanto que se cubrió los ojos con las manitas, quedando acurrucado en su callejón sin salida, lloró lo más alto que le permitieron sus diminutas cuerdecitas vocales…

Shhhhhhhhhhhhh —le llegó el sonido—. No tengas miedo, amor —dijo una extraña voz femenina, antigua, lejana y cercana al mismo tiempo.

Al oírla el crío abrió un poco los dedos, mirando entre las diminutas rendijas. La habitación volvió a irradiarse de luz, mostrándole que la extraña presencia alargaba uno de sus delgados y arrugados brazos hacia él; en la mano sujetaba un ramillete de rosas azules, pequeñas y bonitas…

—¡Mi… mi tesoro! —exclamó el niño con un hilo de voz, al reconocer las flores que Efrem le había robado.

Toma bonito, cógelas —insistió la figura siniestra.

Aleksey dejó que una de sus manitas quedara flotando en el aire, cerca del regalo, cubriéndose la cara con la otra; no obstante se veía incapaz de acercarla y de controlar los intensos temblores que invadían su desnutrido cuerpo; pese a que aún seguía llorando notaba algo diferente, la presencia no le transmitía una energía agresiva, pese a lo que le había… había sucedido a Efrem…

Son tu regalo de cumpleaños, precioso —soltó ella, acercándoselas.

Entonces el pequeño recordó algo y se destapó los ojos, mirándola con más interés pese a que seguía respirando de forma entrecortada. Ahora que lo pensaba su voz se asemejaba a la de la lúgubre viejecita que se las había regalado el día anterior; se la había topado en el patio, cubierta por un negro y raído velo de viuda que le llegaba hasta los hombros, pese a que notaba como lo miraba fijamente. Incluso había averiguado que aquel día cumplía diez años, haciendo aparecer las rosas azules en un maravilloso truco de magia… Sin pensar, Aleksey aceptó el ofrecimiento y al cogerlas rozó la piel de sus dedos; su tacto se le antojó tan frío como la nieve que cubría el orfanato en invierno.

Bien, muy bien —lo felicitó la encapuchada, acariciándole la cara—. Crece niño bonito, crece. Y cuando seas mayor tú la traerás hasta mí.

—¿A… a… a quién?

Lo sabrás cuando la veas —respondió la presencia—. Ahora márchate, hay alguien fuera con el resto de los niños buenos. Os sacará de aquí… ¡Vete!

No hizo falta que insistiera, el crío echó a correr apretando las flores contra el pecho y descendió veloz las escaleras hasta salir del viejo edificio; en algunos tramos distinguió manchas de aspecto viscoso que resbalaban, y se cruzó con cadáveres tirados por el suelo. En el exterior la tormenta seguía descargando su furia, llovía con mucha intensidad, tanta, que apenas lograba ver lo que había delante.

—¡Por aquí, chaval, por aquí! —le gritó una voz masculina, desde un viejo camión en marcha. Las luces se hallaban encendidas, alumbrando la lluvia como un faro y la puerta del pasajero estaba abierta de par en par. El niño se acercó bajo el aguacero y se asomó, descubriendo a un joven al volante. Nada más verlo éste le dedicó una enigmática mirada, centrándose en las rosas azules.

—¡A que estás esperando criatura, entra de una maldita vez y cierra la puerta! ¡Venga, nos quedamos sin tiempo!

Aleksey obedeció, sentándose en el asiento del copiloto, empapado y tiritando. Después cerró la puerta y miró hacia la parte trasera, descubriendo que por dentro el camión era más grande de lo que aparentaba; varios de sus compañeros lo miraron con los ojos muy abiertos, repartidos entre los dos bancos que quedaban uno frente al otro y por el suelo. Por impulso los contó, dándose cuenta de que sólo había unos quince, un grupo reducido que comprendía varias edades; los de más corta edad lloraban desconsolados mientras los mayores intentaban calmarlos, todos apretujados contra la parte interior ya que no había puertas traseras.

—Perfecto, creo que ya no queda nadie más —oyó que decía el conductor.

—Y… ¿Y el resto? —se atrevió a preguntar el rapaz, volviendo a centrar su atención hacia delante. Recordó que había visto varios cuerpos durante su huída, aunque prefirió no pensar…

—Muertos —respondió el hombre, logrando que el niño sintiera un desagradable escalofrío—. Es una historia muy larga de contar, así que ya habrá más tiempo en otra ocasión.

Su tono de voz sonó tan contundente que el crío prefirió no insistir, aunque de todos modos se veía incapaz de emitir cualquier sonido, enmudecido por la impresión de cuanto acababa de suceder. El camión comenzó a moverse a toda velocidad, serpenteando a través del camino sinuoso que descendía el monte. Y de repente se oyó una explosión; el viejo y feo orfanato de Svayashchennyy estalló en llamas, intensas lenguas de fuego que aumentaban de volumen a pesar del aguacero e iluminaban la oscuridad con una tétrica luz anaranjada. Algunos de los críos contemplaron el espectáculo desde la parte trasera, mientras el inmueble agonizante iba quedando cada vez más lejano.

El pequeño lo obserbó hipnotizado, hasta que perdieron su antiguo hogar de vista. Entonces una chispa de consciencia despertó en su interior.

—Este coche es militar —dijo uno de los chicos mayores.

—¡Muy bien! —exclamó el hombre—. Cierto, es militar. Y también es robado, por lo que no nos interesa que nos cojan.

—¿Dónde vamos? —soltó Aleksey, sin pensar.

—Hacia la costa, aunque aún nos queda un largo trecho que recorrer. Pero en una ciudad vecina nos cambiaremos de auto antes de proseguir la marcha. Luego, todos nos iremos a Inglaterra.

—¿A Inglaterra? —preguntó otro de los chavales.

—En efecto, no os preocupéis, ahora estáis a salvo.

Un rato más tarde la tormenta seguía golpeando aquella región de Rusia. El rapaz dedicó una escrutadora mirada al conductor, pensando que debía de rondar los treinta años, a lo sumo. Y pese a que nunca había viajado fuera de Svayashchennyy distinguía un toque extraño en su acento.

—Eres extranjero —le dijo con un hilo de voz. El hombre lo miró un instante y le dedicó una cálida sonrisa.

—Soy Inglés —respondió, prestando atención de nuevo a la carretera—. Y tú no sabes lo especial que eres, no tienes ni la menor idea. Pero no te preocupes, yo te ayudaré a descubrirlo.

Licencia Creative Commons
Ciudades de tiniebla. 3. En la oscuridad por Ramón Márquez Ruiz se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Me llamo Ramón Márquez Ruiz y soy escritor, diseñador gráfico e ilustrador. Bienvenidos a Novelesco. Si deseas saber más cosas sobre mi, clica abajo. Muchas gracias por leerme ; )

CAPÍTULO 7: LA VARITA MÁGICA

CAPÍTULO 7: LA VARITA MÁGICA

CAPÍTULO 7. LA VARITA MÁGICA

Lucía llevaba cerca de diez minutos sentada en el retrete, mirando la letra pequeña de la caja de cartón que tenía entre las manos. “Oh, venga ya, no seas tan indecisa, hazlo de una maldita vez…” A pesar de haberse bebido cerca de un litro de agua aún no le venían las dichosas ganas de orinar. “Esto es una broma” pensó asqueada; quería hacerlo antes de que el nene se despertara, y a poder ser, antes de que volviera su marido…

Aquella mañana de sábado Carlos trabajaba y Anselmo se había marchado a visitar a unos buenos amigos. Mientras su marido se arreglaba y se anudaba la corbata ella lo había estado observando desde la cama, pensativa e indecisa. No le apetecía darle una noticia sin contrastarla primero, y se sentía demasiado impaciente como para esperar a su ginecólogo.

Así que unos veinte minutos después de que él se marchara, Lucía se vistió de forma apresurada, se adecentó un poco y corrió hacia una farmacia cercana, como alma que lleva el diablo. Ahora, en la intimidad de su cuarto de baño, un aluvión de emociones y de ideas le saturaban la cabeza, mientras esperaba que su cuerpo se decidiera de una maldita vez.

“No meo porque estoy nerviosa” caviló. “Así que respira, venga bonita, ni que fuera la primera vez…” Un cuarto de hora más tarde por fin lo notó y abrió la caja de cartón, sacando el dichoso palito, preparada para lo que fuera. Una vez realizada la prueba dejó el aparatejo sobre la pica y se miró en el espejo; en las instrucciones ponía que tardaba dos minutos, un lapso de tiempo que en aquel momento se le antojaba eterno. “Bueno, ahora toca esperar”. Se peinó con los dedos, pensando en Carlos. Su marido odiaba los preservativos y si era sincera consigo misma, ella también; por lo que después del nene los dos habían decidido usar el método más antiguo del mundo, la marcha atrás. Aunque ahora que lo pensaba, también era el más precario… “A la porra, ya no somos una pareja de quinceañeros”. Respiró tranquila y comenzó a sopesar los cambios que sufriría su vida de haberse quedado embarazada de nuevo. Le gustaba mucho su trabajo, incluso le agradaba viajar un poco; en la mayoría de las ocasiones sus excursiones laborales no duraban más de unos días, pero era una obviedad que de salirle un resultado positivo, a algo tendrían que renunciar tanto ella como su marido…

La mujer se hallaba tan metida en su mundo que no se dio cuenta de que la puerta entornada del baño se iba abriendo lentamente, de manera gradual. Noire asomó la cabecita y le dedicó un maullido, reclamando su atención.

—Hola precioso —le dijo ella, cogiéndolo en brazos; el gatito cerró los ojos mientras le acariciaba la cabeza, ronroneando como un motor.

En ese momento entró Carlitos, bostezando.

—Buenos días, cariño —lo saludó Lucía, un poco tensa de repente.

El niño abrazó a su madre y le dedicó una bonita sonrisa.

—Hola mama, buenos días a ti también. ¡Nwag, te estaba buscando!

La mujer le tendió al animal y Carlitos lo abrazó. Pero un segundo más tarde el niño se quedó mirando fijamente un punto de la pica… había algo raro y nuevo sobre el mármol, parecía un palito de plástico… Su madre supo al vuelo lo que miraba…

—¿Qué es eso, mamá? —quiso saber el nene, con una curiosidad desmedida.

Lucía sonrió nerviosa. “¿Qué diablos me pasa?” se regañó, aquella situación era tan cotidiana como la vida misma; seguro que en esos momentos un millón de mujeres estaban haciéndose la misma prueba… “Que ya tienes treinta y cuatro añazos, joder. Deja de comportarte como una niña”.

—Esto… esto es una varita mágica —le respondió por impulso. “Vaya tontería le acabo de decir”.

—¡Anda! —exclamó el nene— ¿Cómo las de Harry Potter?

—Es un poco… diferente.

—¿Puedo jugar con ella un rato?

Lucía reprimió una carcajada. “Ni hablar, que asco”.

—No cariño. Pero aunque no la toques sigue siendo mágica y además, escucha los deseos de los niños buenos —“si se lo cree, merezco un Oscar”—. ¿Por qué no lo pruebas tú?

—¿Yo soy un niño bueno, verdad? —quiso saber Carlitos, con los ojos muy abiertos.

—Claro que sí, corazón. Venga, dilo en voz alta; a lo mejor se cumple, eso sí, sin tocarla…

El niño volvió a deslumbrarla con otra radiante sonrisa.

—Pues ya sé lo que deseo —contestó después de una breve pausa.

—¡Muy bien! ¿Y que es lo que es lo que quieres de todo corazón?

—¡Lo tengo muy claro! —exclamó él, excitado—. Como ya tengo una mascota, ¡quiero un hermanitooo!

“La virgen” se dijo Lucía sorprendida, reprimiendo una carcajada. “Pues a lo mejor te toca premio, cariño”.

—¿Y ahora qué hacemos? —soltó el niño, sacando a su madre de sus ensoñaciones. Ella lo miró un poco indecisa.

—Ahora nos vamos los tres a desayunar, tú, Nwag y yo. Y dejaremos aquí la varita para que vaya pensándose tu premio —contestó la mujer, cogiendo a su hijo del hombro y sacándolo del baño. Luego apagó la luz y dedicó una rápida mirada donde había dejado el predictor. En unos minutos volvería para descubrir el veredicto… se sintió ansiosa… “¿Quiero otro niño?”. Una sonrisa automática se dibujó en su rostro; sabía que la respuesta de su pregunta interior era claramente positiva.

Después del desayuno Lucía recogió la mesa y llenó el lavavajillas. Mientras lo activaba no paraba de pensar en el resultado de la varita mágica. “Bueno, creo que ya va siendo hora de que mire si el deseo del nene se va a cumplir” caviló; hacia unos minutos que su hijo se había esfumado con el gato y lo oía trastear por el piso. “Mejor que esté jugando, así me dejará unos momentos tranquila”. Una tensa sonrisa se dibujó en el rostro de la mujer mientras volvía a su cuarto. Encendió la luz del baño, miró a la pica y… “¿Dónde diablos está el predictor?” No lo veía por ningún lado; “Oh”. Entonces le llegó la dulce voz de su retoño.

—¡Ava cadabra pata de cabra! ¡Soy un mago de Howards y quiero un hermanito!

“¡No estará jugando con él!” pensó Lucía. Oyó que Carlitos se dirigía al salón y corrió hacia allí de forma apresurada, descubriendo a su hijo en la terraza. El crío blandía su varita en el aire mientras murmuraba conjuros de Harry Potter a viva voz y el gato iba dando saltitos a su alrededor, intentando cazar el cacharrito.

—¡Accio hermanito! —gritaba el niño, soltando carcajadas llenas de felicidad— ¡Alohomora!

“¡Uf, menos mal que lo ha cogido por el otro extremo!” pensó Lucía; aunque debía admitir que la escena, cuanto menos, resultaba rara y divertida al mismo tiempo. “Qué imaginación”

—¡Carlitos, que haces jugando con la varita mágica! —le llamó la atención—. Dámela, te dije que no la cogieras…

Al escucharla el niño se volvió hacia ella.

—¡Mira mamá! ¡Le han salido dos rayas de color rosa!

Carlos llegó del trabajo dispuesto a pasar lo que quedaba del bonito día en familia; por fortuna la jornada se había reducido a la mañana y aún le quedaba toda la tarde para disfrutar con los suyos… nada más cerrar la puerta de casa, Lucía lo interceptó en la entrada dedicándole una gran sonrisa; parecía que ocultaba algo detrás de la espalda. “¿Una sorpresa?” se preguntó el hombre, intrigado.

—Hola cariño —la saludó él, besándola en los labios—. Me encanta ver lo mucho que te alegras de verme.

—Tengo que decirte una cosa —le dijo ella, devolviéndole el gesto—. Aunque tal vez sea mejor mostrártelo.

Lucía sacó la varita mágica y le señaló las dos rayas rosas. Carlos les dedicó una mirada, al principio sin comprender demasiado bien… un segundo más tarde su cerebro analizó la información y sintió una chispa en su interior. Sin ser un entendido en materias femeninas sabía perfectamente lo que aquello significaba…

—Felicidades cariño —añadió ella, ante su silencio—. Vas a volver a ser papá.

El hombre sintió una alegría descomunal y abrazó a su mujer, levantándola del suelo. Ambos estallaron en una risueña carcajada. Él la besó con fuerza… Y pensó que aunque aquello no hubiese sido planeado, de repente se sentía el hombre más feliz del planeta, mucho, muchísimo más feliz de lo que ya era.

—Me encanta mi vida —le dijo a Lucía, besándola de nuevo.

Licencia Creative Commons
El niño que no entendía convencionalismos 7. La varita mágica por Ramón Márquez Ruiz se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Me llamo Ramón Márquez Ruiz y soy escritor, diseñador gráfico e ilustrador. Bienvenidos a Novelesco. Si deseas saber más cosas sobre mi, clica abajo. Muchas gracias por leerme ; )

CAPÍTULO 2: EL EXTRAÑO ANÓNIMO QUE HAY EN MI (PRIMERA PARTE)

CAPÍTULO 2: EL EXTRAÑO ANÓNIMO QUE HAY EN MI (PRIMERA PARTE)

Un golpe seco en la mesita de noche me despertó de repente y alarmado, me incorporé en la cama para mirar a mi alrededor, todavía con la mente enturbiada por el sueño. Sólo había oscuridad y la única luz de la habitación era la de la calle, que entraba por los pequeños resquicios de la persiana bajada. “Sólo ha sido un crujido, nada más” me dije para relajarme. Hacía mucho frío por lo que volví a tumbarme y me tapé hasta arriba con el edredón, quedándome medio dormido unos segundos más tarde. Entonces noté una caricia en las piernas. “Quiero dormir” pensé; abrí los ojos y contemplé, en la semi oscuridad, como algo estiraba del edredón hacia abajo, muy muy despacio, hasta dejarme destapado hasta los tobillos. Sentí que el frío me calaba en lo más profundo de mi ser…

—Que diablos… —dije con voz somnolienta.

Fue en ese momento cuando distinguí a una figura decrépita a los pies de la cama, que respiraba de una manera enfermiza; y en cuanto más la miraba, más detalles captaba sobre su figura; parecía una anciana encorvada de larga melena enmarañada y sucia e iba vestida con un sudario transparente y raído, que dejaba imaginar lo que había debajo. Pero su desagradable visión no era lo peor; desprendía una energía insana que me enfermaba, mi cuerpo se resentía y a cada segundo transcurrido me encontraba mucho peor… y notaba que sus ojos permanecían clavados en mí, aumentando la desagradable sensación…

Llevo mucho tiempo buscándote precioso —me dijo con una voz chillona, perversa y lejana, que me hizo sentir escalofríos.

Seguidamente la vieja se subió a la cama de rodillas y comenzó a gatear hasta mi cara, intenté moverme pero me resultaba imposible, quise gritar, tampoco fui capaz de hacerlo… en un segundo su rostro se hallaba frente al mío, notaba su olor corporal, nauseabundo, hedía a putrefacción…

Por fin estoy en caasaaaa —susurró ella. Sentí que me acariciaba con sus manos nervudas, de grandes uñas asquerosas y retorcidas.

Supe que era una bruja, o algo parecido. Quise resistirme, intenté pegarle un empujón cuando noté que bajaba su mano por mi torso, arañándome la piel… pronto la introdujo en los calzoncillos y agarró mi pene, acariciándolo lentamente, noté una increíble erección… “Quítate de encima” pensaba por dentro, desesperado.

—Nnnno, nnnnno —conseguí decir.

Tranquilo guapo. Ahora vamos a formar un solo ser…

Entonces me clavó la mano libre bajo el ombligo, rasgándome la carne con sus uñas y sentí un dolor agónico mientras retorcía su extremidad dentro de mi cuerpo…

Tú y yo nos lo vamos a pasar de maravilla, amor. Te lo prometo…

El despertador sonó atronador a las 6 de la mañana. Perezoso, busqué el teléfono móvil en la oscuridad y de memoria deslicé el dedo hacia el lado izquierdo de la pantalla; sólo necesitaba cinco minutos más, solo c—i—n—c—o, luego me activaría como siempre… En lo que me pareció un segundo el maldito sonido volvió a romper mi paz idílica y en aquella ocasión por fin, de una vez por todas, lo induje al silencio y me levanté con un esfuerzo casi infrahumano. “Joder, vaya nochecita” pensé, intentando desprenderme de las pesadillas que casi habían conseguido que me cagara del susto. “¿Es que no podría haber sido de nuevo con esa pelirroja?”. De vez en cuando soñaba con una mujer misteriosa que hacía cosas imposibles y se cargaba a los malos de Barcelona, como si se tratara de una película de Tarantino; lo malo era que nunca conseguía recordar su cara, pese a que era capaz de hacerlo con todo lo demás; y lo bueno, el cómo me sentía al despertarme, completamente renovado y cargado de energía. Pero para mi desgracia aquella noche me había tocado una de las peores fantasías sexuales de la historia. “Maldita vieja grimosa…”. Solté un prolongado bostezo y me quité los calzoncillos, para luego ir directo a la ducha.

Vivir en un micro piso de menos de cuarenta metros cuadrados tenía un par de cosas buenas, sobre todo en las mañanas; recuerdo que te permitía ir directo hacia los puntos clave, sin la necesidad de que tu cerebro funcionara demasiado.

Una vez en el cuarto de baño saqué una toalla del pequeño armario auxiliar y la dejé colgada en un gancho de la puerta, para luego meterme dentro de mi fabulosa cabina de cristal. Sentir el agua caliente logró que mis neuronas comenzaran a despertarse de una vez por todas, analizando el larguísimo día que me esperaba por delante. Aunque la primera de mis ideas no resultó nada esperanzadora, ya que sin duda, daba por sentado que no habría nada nuevo bajo el sol. Por no hablar de que al día siguiente cumplía los 30…

Diez minutos más tarde ya me había peinado el cabello y adecentado la barba; dediqué un rápido vistazo al ombligo de mi reflejo, sintiendo un alivio reconfortante al ver que no había ninguna marca sobre la piel. “No ha sido más que una pesadilla, idiota” me regañé. Fui directo al armario en busca del atuendo perfecto para afrontar el día y lo abrí, ya más espabilado. Siempre he sido un tipo clásico, no puedo negarlo; aunque mi vida ha cambiado mucho desde entonces en aquella época ya me gustaba ir echo un pincel, navegando dentro de un limitado presupuesto que solía ser más bien escaso. Por fortuna trágica tenía mucha ropa de mi padre, que había sido un hombre de complexión física muy parecida a la mía, alto, tirando a delgado, elegante… Aún sigue inspirándome el recordarlo tan bien vestido, siempre acorde a la situación en la que se encontraba sin perder ni un solo toque de su personalidad arrolladora; un rasgo que, siendo sincero, por aquel entonces daba por hecho que en mi se había quedado por el camino.

Después de unos segundos decidí ponerme uno de sus trajes gris oscuro, una camisa azul celeste y una de sus corbatas preferidas, de un tejido vintage de tonalidades verdes; esa prenda siempre me había gustado por no ser nada estrafalaria pese al diseño, que pasaba más bien desapercibido al no usar tonalidades estridentes. Siempre que me la ponía me miraba en el espejo intentando sentirme orgulloso conmigo mismo y volverme tan echado para adelante como era papá, incluso a pesar de que en aquel momento de mi vida solía hundirme hacia las inseguridades. Y aquella mañana, después de mi pequeño ritual mañanero, en el que me mentía diciéndome que me esperaba una jornada genial, salí de casa dispuesto a comerme el día, descubriendo poco después que perdía el autobús. No había una sensación que odiara más que la de meterme una buena carrera a la fuerza, para no llegar tarde al trabajo; sobre todo cuando éste se hallaba en una ciudad cercana y la estación de tren te quedaba muy lejos de casa.

Tras correr como un loco calle abajo, conseguí llegar a la parada siguiente, empapado en sudor y con la malévola sensación de que me ahogaba. Nada más sentarme en el primer asiento que pillé me vi obligado a desabrocharme el último botón de la camisa y a aflojarme el nudo de la corbata, para poder respirar con mayor comodidad. “Maldita sea, ya veo que me espera otro día genial” pensé asqueado. Por fortuna, una de las cosas buenas que tenía usar aquel autobús consistía en el lujo de las siestas que me metía por el camino. “A la porra, a ver si ahora consigo descansar un poco” reflexioné cerrando los ojos, dispuesto a dormirme hasta Barcelona. Y contra todo pronóstico la suerte me sonrió nada más llegar a la ciudad condal; pues una atractiva mujer tuvo la delicadeza de despertarme en la parada de Plaza de Cataluña.

—Despierta guapo, ya hemos llegado —me dijo, apretándome suavemente del hombro; me invadió una extraña sensación eléctrica, jamás había experimentado algo semejante.

Abrí los ojos de golpe y la miré espantado; al ver lo que había pasado le agradecí el gesto con una sonrisa y la observé sin disimular el creciente interés. Tenía ante mi a la señorita más atractiva que había visto en la vida; iba vestida con un impoluto vestido amarillo vaporoso y primaveral, que le sentaba como un guante, perfecto. Un bonito sombrero blanco le cubría la cabeza, dándole un toque selecto que me fascinó, haciéndola más interesante.

—Gra… gracias —conseguí decirle, dedicándole una sonrisa.

¡Que poco sabía yo en aquel momento de las retorcidas idas de tuerca que me reparaba el destino! Una vez en la calle fui en busca del fabuloso metro, mentalizándome para otro horroroso viaje bajo tierra, aún fantaseando con la belleza del autobús. “Bueno, después de una visión angelical, ¿Qué me puede ir mal?” cavilé; lástima que en esos tiempos fuera un tipo bastante ingenuo.

A pesar de no ser un hombre bajo y de medir cerca de 1,74, en las últimas semanas me había visto arrinconado contra la otra puerta del vagón, en el peor de los casos. Esa era una de las maravillosas virtudes con las que contaba coger el transporte público en hora punta. “Va, sólo será un cuarto de hora…” me animé mientras bajaba las escaleras de la estación. Y una vez en el andén, cuando llegó el metro, contemplé a una exagerada multitud de gente que subía en tropel, empujándose unos a otros como si dentro regalaran lingotes de oro. Entonces tuve una idea. “Hoy me espero al siguiente” pensé, sentándome en uno de los bancos que había diseminados en la estación de la línea roja. Cuatro minutos más tarde llegó otro convoy, y me subí con una sonrisita triunfal; aquel día nadie me iba a arrinconar ni a invadir mi espacio vital… pero en unos segundos irrumpió otra marabunta de personas, con el consiguiente y catastrófico resultado. “Puta vida” me dije, luchando por no sucumbir.

Al bajarme en la estación de Sants salí al exterior, descubriendo que el día había padecido un cambio repentino. Asqueado contemplé desde las puertas de cristal como llovía de una forma torrencial, con tanta intensidad que apenas se veía lo que había por delante. “Maravilloso, otro jodido y maldito día genial” me dije. Para mi fortuna no tardé en reconocer a una cara amiga y me acerqué a paso decidido. Bao Chan era un emigrante chino que cada mañana vendía cualquier cosa en aquella estación; como siempre nos topábamos a la misma hora y yo le había comprado en algunas ocasiones, no tardamos en entablar una amistad cordial. Y aquel día, la divina providencia quiso que mi coleguita de la otra punta del globo vendiera paraguas, un producto que me venía que ni pintado. Nada más verme Bao me dedicó una radiante sonrisa.

—Hola Darío —me saludó con su español casi perfecto—. Estaba pensando en ti.

—Hola Bao —le devolví el saludo, dándole la mano—. Me has alegrado mucho el día, te lo aseguro. ¿Cómo sabías que hoy iba a llover?

El hombre me guiñó uno de sus ojos rasgados.

—Si te lo dijera, tendría que matarte —me soltó, logrando que en mi cara se dibujara una sonrisa—. Toma este, es de los grandes; y por ser tú, te lo dejo a mitad de precio, serán tres euros.

—Muchas gracias, te lo agradezco de veras —contesté mientras sacaba unas monedas del bolsillo del pantalón.

—De nada hombre, eres de las pocas personas que siempre me ha tratado bien en esta jaula de grillos. La gente que pasa por Sants está muy loca.

“Y la de Barcelona, por norma general” pensé.

—Hoy tienes mala cara. ¿No has dormido bien?

—Vaya, se me ha de notar.

—No, solo un poco —respondió él, cuando le pagaba—. Y tengo que decirte que me encanta tu corbata.

—Gracias; bueno te dejo, que voy a llegar tarde seguro —le dije, con mi preciado tesoro en las manos.

Y por fin, después de diez minutos bajo la lluvia, conseguí llegar al trabajo medio empapado y tarde. En el exterior comenzaba a tronar de manera intermitente cuando entré en el precioso edificio de mi empresa, Creytok, una sucursal norteamericana que tenía sedes repartidas por todo el mundo. Saludé a los recepcionistas y me subí al ascensor, como si la vida me fuera en ello. Una vez se cerraron las puertas volví a abrocharme el botón de la camisa, me puse bien el nudo de la corbata y dediqué un rápido escrutinio a mi cabello, percatándome de un pequeño detalle que me había pasado desapercibido hasta aquel instante; entre mis mechones de color pajizo encontré unas cuantas canas. “Anda” me dije sorprendido; en casa no las había visto… “¿Serán por los 30?”.

Nada más abandonar el ascensor en la planta trece, donde se hallaba mi oficina, me topé con el imbécil de mi jefe.

Ambrosio de Felipe era un cuarentón increíblemente snob, que miraba a todo el mundo por encima del hombro y se pensaba que podía tratar a sus subordinados como si fueran mierda reseca. Siempre vestía trajes de marca con un pésimo gusto, pese a su elevado presupuesto; llevaba gafas de pasta grises y el cabello engominado hacia atrás, con tanta cantidad de fijador que le confería un aspecto acartonado y plastificado. Yo le tenía unas ganas tremendas desde hacía unos años, o para ser más exacto, desde que me fichara la empresa. Pero en esa época el panorama laboral no era nada esperanzador y me sentía muy afortunado de tener un trabajo.

—Vaya, vaya, vaya —me soltó el boss, como a él le gustaba que lo llamáramos—. Veo que hoy las alas no te han ayudado a llegar puntual, señor Dédalo.

Ya de crío había descubierto que mi original apellino no consistía en una panacea, suscitando toda clase de bromas idiotas. Y para mi desgracia, de adulto seguía sucediéndome exactamente lo mismo, sobre todo con cretinos como el boss. Huelga decir que aquella mañana infernal reprimí el impulso de meterle mis alas por el culo. “Gilipollas” pensé.

—Lo lamento, he ido de bólido…

—No quiero excusas, Dédalo. Como mañana vuelvas a llegar tarde te abro un expediente. Ahora venga, quiero verte trabajar como un negro. Y que sepas que te estaré controlando de cerca, hoy seré tu sombra, volaré sobre tu cabeza como un halcón en busca de su presa, que eres tú, por supuesto.

“Joder, racista asqueroso” maldije mi suerte. “Veo que hoy me va a tocar a mí”. Cada día el señor De Felipe escogía a un trabajador y le hacía pasar una jornada de las malas. Siempre creí que era una manera fácil de alimentar su ego como un parásito; por la empresa circulaba el rumor de que aquel imbécil había entrado por enchufe, no por méritos propios. Y todos los trabajadores sabíamos que era un auténtico aprovechado del mérito ajeno, directamente succionado de los propios equipos que coordinaba.

Nada más sentarme en mi cubículo desconecté de todo lo demás, de la pesadilla horrible de aquella noche, de la tormenta que iluminaba el cielo de Barcelona… en unos segundos logré centrarme en las tareas que tenía asignadas, con la ingenuidad de un trabajador maltratado y mal pagado. Aquel día me tocaba repasar que no hubiese fallos en el sistema, una labor que describiré como un auténtico coñazo. Nuestro proyecto quedaba conformado por un equipo de veinticinco personas, mucho más competentes que nuestro jefe, que solía perder el tiempo fastidiándonos a todos como podía.

No llevaba ni media hora sentado cuando el boss asomó la cabeza, dedicándome una sonrisa cargada de autosuficiencia.

—A ver que estás haciendo —me espetó, apartándome de malas maneras para ver el monitor—. Esto está mal.

Lo miré respirando con calma. Su cabeza era lo que fallaba, no mi código.

—No lo está —le dije, cargado de paciencia. Tras una breve explicación logré que me dejara en paz, aunque antes de marcharse me hizo un gesto con los dedos, indicándome que me controlaba de cerca.

—Voy a ser sincero contigo, estoy esperando que la cagues —soltó con un tono grosero, antes de desaparecer de mi vista—. Y sé que vas a fallar, por lo que recuerda, hoy soy tu halcón cazador, sabiondo…

Lo miré con la cara congelada en un rictus de incertidumbre, no por sus palabras, sino por las propias ganas de mandarlo a un lugar oscuro donde debía de oler muy mal. Cuando se marchó dediqué una mirada a la fotografía que siempre tenía sobre mi mesa y sonreí, pese al chaparrón que seguía cayéndome encima. En ella salíamos mi padre y yo, unos siete años atrás, en una época ingenua y feliz; por aquel entonces aún no había aparecido el cáncer, ni la orfandad… “Dame fuerza, papá” le pedí al hombre que le sonreía a una versión más joven de mí. “Sobre todo para aguantar a este señor”.

Un par de horas más tarde necesité darme un respiro y fui en busca de mi máquina de café favorita, situada en una sala preparada para que los trabajadores pudiésemos comer sin salir de la oficina. Al meter la moneda de veinte céntimos esperé a que cayera mi premio y nada más olerlo sentí un alivio instantáneo, que me reconfortó; por fortuna Creytok contaba con un delicioso café, todo un lujazo teniendo en cuenta los bodrios que había llegado a probar de otras máquinas. Y allí no había ni rastro del boss, por lo que podía respirar con tranquilidad y saborearlo como Dios mandaba. No obstante, en ocasiones sentía que la jornada laboral se quedaba muy corta para tanta cantidad de trabajo y al día siguiente era mi cumpleaños, por lo que no estaba dispuesto a llevármelo a casa. Abandoné la sala acompañado de mi humeante vasito de cartón, caminando lentamente por el pasillo de regreso a mi cubículo; y de repente apareció el boss de un punto muerto y me envistió con una expresión de enfado dibujada en el rostro. Recuero que durante un segundo contemplé el café caliente flotando en el aire, para acabar estampándose contra mi torso, manchándome tanto la camisa como la corbata; noté el intenso calor sobre la piel…

—¡Maldita sea, Dédalo, a ver si miras por donde vas! —me gritó él de malas maneras—. Me has salpicado hasta las gafas —sin añadir nada más se las quitó, cogió el extremo seco de mi corbata y se limpió con ella los cristales, como si fuera un trapo. Por dentro sentí que bullía, noté intensas palpitaciones en las sienes… —Anda, ves a asearte un poco que vas hecho un cerdo; aunque te acabo de hacer un favor con esa corbata, es de lo más feo que he visto en la vida. Y cuando termines de limpiarte quiero que recojas esta mierda. ¡Venga empanado inútil! ¡Ahora!

Varios compañeros presenciaron la escena y nos miraron con los ojos muy abiertos; no obstante allí el boss era el boss, y todos habían sufrido sus maldades, por lo que supongo que nadie quiso meterse en la disputa. Le dediqué a mi jefe una mirada tan significativa que se calló de repente, incluso palideció. Jamás lo había hecho, pero aquel cretino había logrado terminar con toda mi paciencia. En esa ocasión fui yo quien lo apartó de un empujón y hui hacia el servicio a paso apresurado, apretando con fuerza el vasito medio vacío. Una vez dentro me introduje en uno de los retretes y cerré la puerta con pestillo, notando las amargas lágrimas en los ojos. Nunca he sido un hombre llorón, aunque no me da vergüenza admitir que a día de hoy sigo llorando cuando la situación rompe mi coraza; hacerlo es un desahogo tan humano como sentir, como pensar, la naturaleza no introduce cosas por que sí. Respiré con calma unas cuantas veces, mientras dejaba que mis emociones surgieran al exterior en silencio; después me quité la corbata y miré los desperfectos de cerca.

—Hijo de la gran puta —murmuré con la voz tensa. No era una persona violenta, pero en aquella ocasión me dieron auténticas ganas de romperle la cara a puñetazos… “No puedo quedarme sin trabajo” pensé, intentando centrarme. “Eso es lo que él quiere, te está provocando”.

Unos minutos más tarde salí de mi improvisado escondite y dejé la corbata enrollada sobre el mármol, para lavarme un poco la cara e intentar quitar las manchas de la camisa. Miré unos instantes mi reflejo, cayendo en la hinchazón de mis ojos. A continuación comprobé si me había quemado. Por fortuna todo había quedado en un susto, aunque si, parecía un cerdo.

—Ojalá se lleve su merecido —pensé en voz alta, susurrante.

Entonces oí por primera vez una voz familiar, lejana y malévola. “¿Dónde la he oído antes?” me pregunté, ya que me sonaba de algo reciente…

—Pídelo —susurraba ella incesante, dentro de mi ser—. Yo puedo poner a esa escoria en su sitio, solo has de pedírmelo…

De haber sabido lo que realmente sucedería no la habría escuchado, o al menos sigo mintiéndome a mi mismo al respecto. El caso es que en aquel momento mis emociones se hallaban tan desbordadas que pensé, inocente, que todo se debía a mi enfado, como una especie de desahogo psicológico, tal vez a una fuga de mi enturbiado ánimo. Desde luego, el boss se merecía que le pasara algo acorde a su comportamiento abusivo…

“De acuerdo, quiero que le pase algo malo” me dije, cediendo ante varias fantasías tontas, en las que el señor De Felipe se tropezaba y caía al suelo delante de todo el mundo, o se quedaba encerrado durante horas en un ascensor…

—Hecho —dijo la voz, volviendo a esfumarse. Las luces del baño comenzaron a parpadear de manera intermitente y pronto me llegaron sonidos de sorpresa desde el exterior; me asomé al pasillo, descubriendo que lo mismo sucedía en toda la planta, incluso oí a algunos compañeros quejarse por fallos en sus ordenadores.

“Esto es extraño” recuerdo que pensé. Un segundo más tarde vinieron los gritos de alarma y tanto yo como unos cuantos trabajadores corrimos hacia la pequeña sala de las fotocopiadoras. Por lo visto el boss tenía sus secretos; y Ángela, la preciosa, buena y encantadora de Ángela tambén. Ambos mantenían una aventura y habían acudido allí con la intención de un breve escarceo sexual sobre una de esas máquinas aparatosas. Pero aquel día los  sorprendió en pleno acto amoroso una subida de tensión…

Al asomarnos bajo el umbral de la puerta fuimos testigos de una desagradable imagen que a día de hoy sigue golpeándome de vez en cuando. Los amantes se habían quedado pegados sobre la fotocopiadora, mientras la electricidad circulaba libremente a través de sus cuerpos unidos. La hebilla del cinturón del boss repiqueteaba desde sus pantalones bajados hasta las rodillas, mientras su cuerpo temblaba de una forma irreal allí de pie, rodeado por dos piernas femeninas calzadas con taconazos negros, que sufrían un terrible estertor. El aire quedó impregnado de un nauseabundo hedor a carne churrascada…

—¡HOSTIA PUTA! —gritó alguien, al mismo tiempo que una de mis compañeras chillaba presa de la histeria…

Yo miré la escena con los ojos muy abiertos, cubriéndome la boca con las manos… sentí unas imperiosas ganas de vomitar… En aquel momento supe que los pobres empleados de Creytok nos habíamos liberado del señor Ambrosio de Felipe para siempre…

Licencia Creative Commons
Ciudades de tiniebla 2. El extraño anónimo que hay en mi (primera parte) por Ramón Márquez Ruiz se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Me llamo Ramón Márquez Ruiz y soy escritor, diseñador gráfico e ilustrador. Bienvenidos a Novelesco. Si deseas saber más cosas sobre mi, clica abajo. Muchas gracias por leerme ; )

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies propias y de terceros para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Entre sus funciones están la de analizar el tráfico web e implementar las redes sociales. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies

ACEPTAR
Aviso de cookies
error: Content is protected !!