CAPÍTULO 6: UNO MÁS EN CASA

CAPÍTULO 6: UNO MÁS EN CASA

CAPÍTULO 6: UNO MÁS EN CASA

Carlitos miró al animal y una sonrisa bien grande se perfiló en su cara. El pelaje del cachorro era tan negro como la noche y sus ojitos, de un color verde esmeralda, centelleaban mientras lo investigaba todo con cierta curiosidad.

—¿Y seguro que es para mí? —preguntó el nene, acariciando la cabecita del felino.

Guille soltó una risita mientras Lucía contemplaba la escena, indecisa sobre como intervenir. Anselmo prefirió guardar silencio, poco dispuesto a participar. “Yo soy un inquilino” se dijo el hombre, “que se apañen entre ellos”. Ya habían transcurrido unos minutos desde que la vecina llegara a su casa acompañada de su nieto y el animalito, al que acunaba entre los brazos. Por lo visto una de sus gatas había parido una camada de cuatro crías y tanto Julián como su hijo les estaban buscando un nuevo hogar.

A Lucía no le extrañaba; entre la abuela y los tres gatos… no quiso ni pensar. Cuidar a una persona mayor y enferma, que se iba degradando con el tiempo debía ser extremadamente difícil, sobre todo para Julián. Aunque el pobre manejaba la situación con mucho tesón, algo digno de elogio.

—Hay que hablarlo con papá —le dijo la mujer al niño, dedicando una mirada al abuelo, para ver si la ayudaba de alguna manera. Anselmo le devolvió el gesto encogiéndose de hombros. “Vale, me dejas sola ante el peligro” pensó ella. Comprendía que su suegro no deseara intervenir en según que decisiones domésticas, por lo que escogió no presionarlo más. Ni ella ni Carlos se habían replanteado nunca la idea de tener mascotas en casa; aunque debía admitir que el gatito era precioso, muy muy bonito. Y notaba la atracción magnética que el crío sentía hacia él; a Carlitos siempre le habían gustado los animales, desde muy pequeñito… “Pero Carlos…” pensó. Su marido era un hombre muy estricto para algunas cosas, aunque también extremadamente adaptable.

—Y esos dedos, Anselmo, ¿Cómo lo lleva? —Guille rompió la tensión del momento.

El hombre le dedicó una sonrisa. Ya habían transcurrido un par de meses desde su pequeño accidente doméstico, en el que se rompiera el dedo anular.

—Perfecto, muchas gracias por preguntar.

El chico le devolvió el gesto.

—Me alegra oír eso.

Mientras los adultos charlaban o cavilaban, el niño se iba acercando cada vez más a la señora Clotilda y al animalito.

—¿Puedo cogerlo? —preguntó con timidez.

—Claro que sí, bonito —contestó la anciana, tendiéndole al cachorro.

—¿Te gusta? —quiso saber Guille—. Mi abuela lo ha escogido personalmente para ti. Los otros son marrones.

—Es precioooso —dijo el nene, acunando al bichito entre los brazos. El gatito le dedicó una intensa mirada y soltó un maullido.

La escena resultó tan encantadora que hasta Lucía se enterneció. “A la porra” se dijo. “Nos lo quedamos, luego ya me encargaré de Carlos”.

—Muchas gracias, Clotilda —le agradeció a la vecina—. Lo aceptamos con mucho gusto.

—Y no vas a tener que preocuparte de sus necesidades, Carlitos —añadió Guille—. Ya tiene dos meses y lo hemos educado para que haga sus… cositas, sí eso, en un cacharro con arena.

—¡Uala! —exclamó el nene—. ¡Es un súper gato!

Carlos se subió al ascensor bastante cansado y tras darle al botón del cuarto, dedicó un instante para estudiar su aspecto en el espejo. “Tengo cara de estar hecho polvo” se dijo, aflojándose el nudo de la corbata. Menos mal que por fin había llegado a casa, vaya día más pesado. “Ahora solo quiero estar con los míos un rato, luego un revolcón si Lucía me deja y a dormir”.

Unos instantes más tarde por fin, después de una jornada desquiciante, Carlos logró entrar en su morada. “Hogar, dulce hogar” pensó. Una frase tópica que, sin duda, reflejaba lo que más deseaba en ese momento.

—¡Hola familia! —saludó desde la puerta. Después la cerró con llave y se volvió hacia el oscuro pasillo, quitándose el abrigo y colgándolo en un perchero cercano. Conocía tan bien su casa que ya no necesitaba encender las luces para deambular por ella; eso le daba un aire misterioso que lo relajaba, le permitía descansar los ojos quemados tras horas mirando un monitor y fantasear unos instantes, libremente. Avanzó unos pasos, risueño, hasta que de repente notó dos orbes brillantes y pequeños clavados sobre su persona.

—¡Joder! —soltó por auto reflejo. Buscó el interruptor más cercano y encendió la luz, topándose con un gatito negro en mitad del pasillo. El animal se dirigió hacia él ronroneando como un motor y comenzó a restregarse contra su pierna.

“Esto es nuevo” pensó Carlos, analizando la situación. Se agachó y lo cogió para mirarlo más de cerca, comprobando lo pequeño que era. “Es un cachorro, sin duda”.

—¿De dónde has salido tú, amiguito? —preguntó. “Vaya ojazos”.

En ese momento aparecieron Lucía y Carlitos al otro lado del pasillo.

—Hola cariño —le dijo su mujer, un poco tensa.

—¡Papá! —exclamó el niño, corriendo hacia él—. Éste es Nwag.

Carlos centró la atención en su hijo, arqueando una ceja. “¿Que el gato se llama Noire?” caviló. “¿Desde cuándo el nene sabe pronunciar francés?”.

—Vaya chavalote, tiene un nombre muy bonito —atinó a contestar, aún desconcertado.

—Nwag en Francia significa negro —dijo el crío, feliz—. ¿Me das el gato?

El hombre dedicó una mirada a su mujer, entornando los ojos. Después obedeció ante la petición del nene y le tendió el animal; Carlitos lo cogió y se fue corriendo, perdiéndose tras la puerta del salón.

—Lucía, tú y yo debemos hablar muy seriamente.

Al entrar en la cocina se toparon con Anselmo; el abuelo dedicó una mirada escrutadora a su hijo, se terminó su vaso de zumo de un solo trago y lo saludó con un beso en la mejilla. Carlos entornó los ojos.

—Solo haces eso cuando prevés que estoy mosqueado —le soltó.

—Te doy un beso porque soy tu señor padre —replicó Anselmo—. Y sí, preveo que ya estas cabreado.

—¿Y qué esperas? —estalló su hijo—. Llego a casa y me encuentro con que mira tú por dónde, tenemos un gato. Y… ¿Alguien ha tenido la decencia de consultarme? He tenido el teléfono a mi lado todo el santo día. Y no me habéis llamado para nada.

—Lo siento cariño —intervino Lucía—. Es culpa mía, no he sabido decir que no, es un regalo de la señora Clotilda. Parece que está atravesando un buen momento en su enfermedad, hasta se ha acordado de Carlitos.

Al escuchar la mención a la vecina el hombre se calmó un poco; pues claro, como no había caído. De vez en cuando Carlos quedaba con Julián y se marchaban a una tasca cercana, para tomar unas cervecitas y charlar un rato. Y un mes atrás, Julián le contó que una de sus gatas había parido una camada de cuatro crías, y que no se las podía quedar porque se sentía demasiado desbordado con todo.

—Lo siento mucho por los vecinos pero el gato se va.

—Venga hombre, no seas así.

—¡Joder Lucía! ¡No quiero animales en casa!

—Hijo, esa lengua —añadió Anselmo. La pareja dejó de discutir y ambos lo miraron un momento.

—¿Y tú como no has dicho que no?

—Pues porque yo soy un inquilino y vosotros sois un matrimonio de adultos. Así que ¡LECHES! Apechugad.

Acto y seguido el abuelo le dio unas palmaditas a su hijo en el hombro y se marchó. Lucía aguantó una risita; su suegro tenía un salero…

—¡Será posible! —exclamó Carlos—. Y vive aquí a cuerpo de rey… no es mucho pedir un poco de decisión en esta casa…

—Ven conmigo y mira esto.

La mujer cogió a su marido de la mano y lo condujo hacia la puerta del salón; seguidamente ambos asomaron la cabeza en silencio. El niño acariciaba al animal, acunándolo sobre su regazo mientras miraba la tele, sentado en el suelo y con la espalda apoyada en el bajo del sillón. Carlos también lo notó, esa brillante sonrisita… “Grandísima mier…” pensó.
La pareja volvió a meterse en la cocina y cerraron la puerta.

—Dime que lo has visto —soltó Lucía, impaciente—. Esta tarde Carlitos me ha dicho que ya sabía lo que quería ser de mayor.

—¿Ah, si? ¿Y que te ha dicho?

—Pues quiere ser veterinario o médico, pero la clase de médico que cura las enfermedades raras como la de la señora Clotilda.

“Vaya” pensó Carlos. Aunque debía admitir que se sentía gratamente sorprendido.

—Ahora escúchame —siguió hablando Lucía—. Ya sé que como padres en muchas ocasiones tendremos que decirle que NO, y que tampoco es una buena idea mimarlo demasiado… pero yo también quiero quedarme con ese gato. ¡Por una vez, la señora Clotilda se ha acordado de Carlitos! Hasta Julián y Guille están sorprendidos. Y dime que el bichejo es feo, venga, dímelo…

El hombre la miró fijamente, sin pestañear. Debía admitir que le había impactado lo de la vecina. “Bueno, sólo es un gato…”

—Está bien —cedió Carlos—. Lo tendremos de prueba unos días. Y si el gato se carga algo lo echamos a la calle.

Lucía lo miró seria, muy muy seria.

—Vale, vale, le buscamos un nuevo hogar. Sabes que no soy de esos… lo llevamos a una protectora de animales, o algo.

—Muchas gracias, cariño —le dijo ella, abrazándolo—. Ya verás cómo nos lo montamos bien. Y cuando nos vayamos a la cama te daré un premio…

Que le dijera eso consiguió que una pícara sonrisa se perfilara en la cara de su marido. “Y tanto que me vas a dar un premio” pensó, besándola en los labios. Por lo visto de un momento a otro, la familia había crecido. Quizá esa era una de las cosas buenas de vivir. Y mientras que los cambios fueran a mejor, a Carlos no le importaba seguir creciendo. Desde luego, sabía que Carlitos era, ahora, un niño mucho más feliz, si cabe. “Anda que si realmente se nos hace neurólogo o algo así…” se dijo.

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El niño que no entendía convencionalismos 6. Uno más en casa por Ramón Márquez Ruiz se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Me llamo Ramón Márquez Ruiz y soy escritor, diseñador gráfico e ilustrador. Bienvenidos a Novelesco. Si deseas saber más cosas sobre mi, clica abajo. Muchas gracias por leerme ; )

CAPÍTULO 1: ME LLAMAN ETERNAL

CAPÍTULO 1: ME LLAMAN ETERNAL

De no haber sido un monstruo aquel hombre me hubiera resultado atractivo. Pero ni el cabello perfectamente peinado, ni sus facciones angulosas afeitadas con pulcritud, ni su caro traje de tres piezas con una bonita corbata podían ejercer ningún efecto positivo en mí. Lo miré con extrema frialdad, ya que con la comida no solía jugar. Y él lo intuía, pese a su forzada expresión de neutralidad; aunque el pobre diablo era tan pagado de sí mismo que desconocía algo muy simple: su muerte poseía un hermoso rostro de mujer, el mío.

—Eres famosa —me dijo, al otro lado de su enorme escritorio de caoba; a su espalda Barcelona brillaba con todo su magnífico esplendor y la luna llena flotaba en un cielo nocturno, perfecto para una actuación.

—Y tú muy selecto —le contesté—. Jamás hubiera escogido un despacho mejor.

—No puedo negar que soy un hombre de gusto refinado —alegó él, encogiéndose de hombros con fingida indiferencia—. Aunque ni siquiera esta hermosa ciudad puede compararse a tu belleza, Eternal. He de ser sincero y decirte que después de los increíbles cuentos de drogadictos que me han hecho llegar no acababa de imaginarte. En persona superas todas mis fantasías; y ese vestido negro te queda de maravilla.

Siempre me ha gustado escoger el vestuario perfecto, acorde a la situación. Y aquella noche iba ataviada para asistir a un restaurante de lujo.

Dediqué al galán la mejor de mis sonrisas; oh, qué diablos, con la comida encantadora sí que me permitía el lujo de perder un poco de mi tiempo. Y se notaba que él había bebido del saber popular.

“Eternal” me llamaban las malas lenguas, ya que se decía sobre mí que era tan imperecedera como la muerte; incluso algún desgraciado imaginativo aseguraba que mi naturaleza ocultaba un origen vampírico y me alimentaba de sangre. Pobres idiotas chiflados. Los chupasangres no existían, o al menos yo no había visto a ninguno. Y llevaba navegando por esta tierra dejada de la mano de Dios mucho, muchísimo tiempo.

—Halagarme no te va a servir de nada —le espeté con una mirada seductora.

Sí, físicamente aquel hombre me gustaba, podría haber sido un amante fastuoso; pero era una lástima que su interior no fuera tan bello. Aquel traje confeccionado a medida vestía un cuerpo que se perfilaba esculpido en un gimnasio, ocultando bajo la carne la fétida podredumbre que sólo desprendían tanto la avaricia, como la codicia y la mezquindad. España se hundía por las constantes oleadas de corrupción y la justicia convencional se quedaba muy corta o era muy fácil de comprar. Aunque por un lado estaban los chorizos de poca monta vestidos de Armani y por otro los tipos como aquel, que jugaban en otras ligas mucho más oscuras.

—Eres guapísimo —añadí ante su silencio—. Es una lástima que me llegue tanto hedor desde aquí. Hueles a muerte reciente, ¿lo sabías? Así que dime, ¿has matado a alguien últimamente?

Noté en sus ojos una chispa de reacción, un poco de desagrado ante mis palabras. Él sólo se ensuciaba las manos por divertimento, por supuesto. Pagaba a los demás para que le hicieran el trabajo sucio, gozando de su privilegiada posición en una pirámide corrompida, erguida sobre millones de lamentaciones. Desvié la mirada hacia el escritorio, valorando la espléndida joya de artesanía que aquel cretino lucía sin respeto, reparando en una bandejita de plata que había colocada en un lado de la mesa, llena de polvos blancos. “Seguro que es coca” pensé.

—Veo que te fijas en mis humildes pertenencias —dijo el hombre, con falsa modestia—. Siempre me ha gustado ser un perfecto anfitrión. ¿Te gustaría probarla? Puedo asegurarte que es de calidad, bajo mi techo, a las visitas se les ofrece lo mejor.

Entonces percibí una mirada furtiva y sutil que lo delató. “Oculta algo bajo el mueble…” reflexioné. “¿Tal vez una pistola?”

—Es un detalle por tu parte, aunque ese no es el tipo de diversión que busco. Y de todas formas, hay asuntos urgentes que atender.

Un gesto de suficiencia se dibujó en el rostro del galán.

—He de admitir que cuando has aparecido bajo el umbral de mi puerta, deleitándome con tu sublime presencia, me he quedado sorprendido. Nadie lo había logrado antes, por no mencionar que no tienes ni un solo rasguño. Así que dime… ¿El viaje ha sido entretenido?

Cavilé un instante en cómo responderle a eso. Sus secuaces habían supuesto una diminuta escaramuza, nada que no lograra superar con una chispa de mi genio; y estaban todos muertos, desde luego.

—Ha sido sencillo, casi como un paseo en el típico tren de la bruja. Nada del otro mundo —respondí avanzando unos pasos, sin borrar la sonrisa de la cara. Él era el premio gordo de la noche, una clase de manjar que solía degustar.

—Veo que tu lengua es igual en proporción a tu belleza —dijo el hombre, sin ocultar su enfado por mis palabras—. Voy a disfrutar mucho contigo, hasta puede que te abra de piernas y te la meta sobre mi mesa.

—¿En serio? —contesté, deteniéndome al otro lado del escritorio y soltando una risita—. No soy como esas pobres chicas drogadas a las que te follas en las discotecas, ni una prostituta de lujo que te la chupe por un billete de quinientos. Te voy a hacer sufrir, guapo.

Acaricié la superficie de madera con los dedos. Era tan suave… “Pobre imbécil, me has dado una fabulosa idea” reflexioné.

—¿Realmente crees que he llegado a la cúspide de los negocios sin luchar? —soltó él entonces, dibujando en sus facciones una sonrisa de lobo.

—Claro que no —contesté llena de dulzura—. Así que te voy a dar una oportunidad. ¿Por qué no sacas el juguetito que ocultas bajo esta antigüedad tan bonita y lujosa? Vamos querido, he sido bastante mala con tus hombres, en especial con ese calvo fornido de la corbata de lazo. 

Al mencionarlo una expresión de ira le cruzó la cara. Su mano derecha me había dado más problemas que los demás; pero ahora su cadáver yacía tirado en mitad del ascensor, y ni siquiera me había despeinado un poco.

—Venga, no tengo toda la noche —le insté, apoyando los brazos sobre el mueble. Él me miró el escote, sin disimular.

—Es una pena, preciosa, vas a morir ahora. Pero tranquila, intentaré no tocarte la cara para conservarla y probar a esos pobres imbéciles que los personajes de leyenda no existen.

Sus músculos se tensaron como un resorte, en apenas una fracción de segundo. Yo era una mujer curtida en aquellas señales, vivir más de dos mil años garantizaba un aprendizaje largo y tedioso. A cámara lenta vi como sacaba un objeto largo y plateado e intentaba golpearme en el cuello. Contuve el aliento y lo esquivé con agilidad, oyendo como el aire silbaba a su alrededor. Supe que se trataba de una espada muy afilada, toda una novedad en aquella calaña.

—¡Una katana! —exclamé entusiasmada—. Vas a conseguir que me arrepienta de no haberme puesto un mono amarillo.

—¿Te va a seguir gustando Tarantino cuando te raje como a una cerda?

Él ya se había desecho de la máscara de la cordialidad y se mostraba tal y como era, un monstruo despiadado. Por mi parte, su lenguaje vulgar no hizo más que alimentar las ganas de catarlo. Con el devenir de los siglos la humanidad no había cambiado demasiado, pese a la tecnología y demás pamplinas modernas.

—Mira machote —le dije sensual—. Voy a ser buena y voy a dejar que te quites esa americana tan bonita, para que puedas moverte con soltura.

—Qué considerada —me escupió—. Tu rapidez es bastante sorprendente. Veo que no soy el único que ha gozado de un buen entrenamiento.

Mi adversario clavó la espada sobre la mesa y se quitó la chaqueta con un cuidado casi reverencial. La situación me resultó hasta cómica. Sin duda le tenía más aprecio a aquella prenda que a un ser humano.

—Gracias —respondí parca en palabras, pues no me apetecía charlar. Percibía su energía oscura y su perfume, pese a ser de los caros, no lograba ocultar su sudor. Y el hambre me golpeó con más rudeza— ¿Nos dejamos ya de tonterías, por favor?

Había transcurrido mucho tiempo desde que dejara de preguntarme a quién diablos había cabreado para maldecirme así. Ya solo sobrevivía como una ermitaña, buscando comida especial cuando la necesitaba, a poder ser manjares tan selectos y deliciosos como el que tenía delante.

Él me miró serio, desclavó el arma y saltó sobre el escritorio, blandiendo la espada con maestría. Esquivé sus golpes uno tras otro en una espiral de movimientos mortales de necesidad, mientras mi cuerpo se movía como una autómata, buscando los puntos débiles de sus ataques. Tras varios minutos incansables lo arañé, rompiéndome una uña; y verle la raja en el cuello me provocó un frenesí indescriptible.

—¡JODIDA ZORRA! —bramó; cogió la bandeja de coca y me la tiró a la cara, todo se llenó de blanco, una nube vaporosa que nos engulló a los dos. Un segundo más tarde lo pillé intentando atizarme en el brazo, con muy mala idea. Lo agarré del hombro, cogí impulso y salté sobre su cabeza para apretarle el cuello. No soy una tramposa; tampoco tengo la culpa de poseer una agilidad sobrehumana. Es una de las pocas cosas buenas de estar maldita, supongo; el ser, literalmente, casi indestructible.

—No, querido —le susurré sensual, muy cerca del oído—. Soy una reina de la noche. Y casi ha llegado mi hora de cenar…

Desde atrás, le pegué una patada entre las piernas, tan fuerte que su cuerpo se elevó unos centímetros, al mismo tiempo que él profería un aullido de dolor. Le arrebaté la katana sin problemas y en el aire, lo golpeé en la cabeza con la empuñadura, consiguiendo que cayera sobre la mesa como un ladrillo. Luego le di la vuelta para ponerlo boca arriba, con los pies junté sus manos con los brazos extendidos y clavé la espada bien hondo, traspasándolas como si fueran de papel.

—¿Sabes? Es la primera vez que uso una espada a modo de cuerdas, y mira que soy muy vieja.

—¡JODER, JODER, MALDITA SEA!

El hombre siguió aullando y soltándome improperios mientras intentaba pegarme patadas. Tanto su cara como la mesa se hallaban manchadas de blanco. Pasé un dedo por su mejilla, suavemente, y lo introduje en mi boca de manera sensual, comprobando que no mentía en cuanto a su mercancía, que se me antojó de calidad. Acto y seguido me limpié el rostro con su corbata, que vista más de cerca me pareció espectacular, muy bonita.

—Preciosa, si señor —puntualicé, colocándosela bien puesta por debajo del chaleco—. Lástima que decore a un pobre diablo del montón. Aunque he de admitir que el punto de la katana te convierte en MUY interesante, por ser extremadamente original.

—¡¿QUÉ COÑO ERES?! —me preguntó, mirándome con los ojos muy abiertos y llorosos.

Preferí no contestar, ya que por desgracia no tenía respuesta para eso. Durante siglos había buscado a alguien como yo, encontrándome con muchas cosas raras por el camino. La magia existía, era tan real como la vida misma. Y podía ser buena, resplandeciente; o podía ser muy jodida, tan destructora como un huracán o un seísmo brutal.

Le dediqué una sonrisa encantadora y le ajusté el nudo. Siempre me había gustado cuidar la escenografía. Y quería que a la mañana siguiente, alguien encontrara de una forma perfecta a aquel hombre elegante, un rey del crimen caído en desgracia.

—Tal vez sea un personaje de leyenda —me decidí a contestarle, antes de bajar de la mesa. Luego estudié el despacho con más detenimiento, deleitándome con el buen gusto que destilaban aquellas cuatro paredes.

Entonces sentí el ansia, el hambre. Pero tal y como haría un buen chef, debía aderezar un poco más el plato principal de la noche. En la cocina la gente añadía especias a sus creaciones para darles más sabor. En mis comidas especiales, ese efecto se lograba con el miedo y el poder magnético que éste ejercía sobre las personas.

Me acerqué a una pared, decorada con un impresionante veneciano de tonos marrones y acaricié la superficie pulida. Oía al pobre diablo gemir, maldecir y forcejear a mis espaldas, por lo que me volví para mirarlo con cierta curiosidad. No era un tipo tan duro, al fin y al cabo. Si tanto deseaba soltarse, un simple y doloroso estirón lo separaban de la libertad, no era difícil. Él había hecho cosas mucho peores con los demás.

—¿Sabes por qué te he escogido? —sentí la irremediable tentación de explicarme—. Corren leyendas sobre ti por los bajos fondos de la ciudad, al igual que sucede conmigo. Se dice que todo aquel que te agravia termina sin cabeza. Y es bien sabido que desde hace unos meses en Barcelona ha crecido el número de cadáveres decapitados. La mayoría asociados al mundo criminal, desde luego.

—Solo… solo son negocios, nada… nada personal…

—Eres tan mentiroso como irresistible. También has asesinado a muchísimas personas honradas que suponían un problema a tus fines perversos. Incluso has llegado a ir de cacería por la ciudad, cuando querías divertirte. Estoy segura de que, precisamente esa espada que ahora te inmoviliza, fue la que acabó con la vida de un juez y su familia hace dos meses. Y por desgracia, no son tus únicas víctimas, la lista es enorme…

Sentí placer al comprobar que me escuchaba atentamente, al ver que de vez en cuando intentaba reunir acopio de valentía y hacer fuerza para soltarse, pese a que fallaba en el intento.

—A mí en realidad no me importa que vosotros, escoria, os eliminéis unos a otros. Siempre me dejáis los platos más suculentos para que los deguste. Pero no soporto que la gentuza como tú destruya a las buenas personas. La ciudad ficticia de Gotham tiene a Batman, Nueva York a un sinfín de superhéroes. Y Barcelona… Barcelona ahora me tiene a mí, guapo. Adoro esta ciudad, amo toda la luz que pueda habitar en ella. Por eso he llamado a tu puerta.

—¡MALA PUTA! ¡HAY GENTUZA MUCHO PEOR QUE YO, TE LO ASEGURO!

Ignoré sus quejidos y medité el número final de la noche. Quería darle al plato la nota deseada. De golpe recordé una película de vampiros, una adaptación bastante floja de una novela de Anne Rice. Esa escritora no era santo de mi devoción, pero había creado personajes increíbles. En particular Lestat me fascinaba; en esa escena él gateaba por una pared y el techo, antes de caer sobre sus presas. En algunas cosas aquel ser ficticio me recordaba a mí, algo que me parecía de lo más divertido y anecdótico. Ambos disfrutábamos con manjares oscuros, plagados de tinieblas. Y cuanto más retorcida fuera la presa, mayor satisfacción sentíamos con la caza.

Entonces me sobrevino una maravillosa idea. “¿Por qué no?”. Tal vez había llegado el momento de ser un poco cinéfila. Y nunca había probado el caminar por una pared…

—¡OYE, OYE! —me increpó el hombre, desesperado, retornándome al presente—. ¡Puedo darte cuanto desees! ¡Tengo toda la droga que imagines… Dinero! ¡Hasta puedo ofrecerte a hombres y mujeres vírgenes!

Al oírle decir eso sentí repelús.

—¡Serás bastardo! —exclamé, soltando una risita— ¿Dónde diablos crees que estamos, en Babilonia?

En ese momento llegó a mi nariz un dulce aroma que olía de maravilla, cada vez más intenso. Siempre había oído decir que en la matanza del cerdo, la forma cruel de terminar con la vida del animal influía en el sabor de la carne. Y con las personas, y la adrenalina o el miedo, sucedía algo parecido. Los gorrinos me daban pena; en cambio, aquel miserable que se retorcía sobre su precioso escritorio, no.

Me quité los Manolos y los dejé bien puestos en un rincón, estudiando como lograr la proeza que me había propuesto. Tras un par de intentos conseguí gatear por la pared, como una gatita de comic americano, sensual, mortífera, fatal, incrustando en el yeso los dedos de manos y pies, cual garras. Seguí contorneándome hasta llegar al techo y avancé hacia él lentamente, clavando mis ojos verdes sobre su persona. La cena me miró con la boca desencajada y comenzó a chillar. Una mancha oscura apareció en su entrepierna y se extendió sobre la tela con rapidez, provocándome una carcajada.

—¿No ibas a follarme sobre tu mesa? —le pregunté teatral.

—¡NO, POR DIOS, NO! ¡QUÉ ME VAS A HACER! ¡JODER, JODER! ¡ERES UNA VAMPIRESA DE VERDAD!

—Los vampiros no existen —argumenté—. Yo simplemente, voy a comerme tu energía vital, qì… llámalo como quieras—. Seguidamente pasé la lengua por el labio inferior, un gesto que a todos los volvía muy locos; algunos llegaban a cagarse encima, en sentido literal.

Entonces él logró reunir el coraje suficiente y liberó una de sus manos tras un fuerte estirón, profiriendo un agónico chillido de dolor. La sangre salpicó en su traje y en la mesa, extendiéndose por la superficie barnizada como un riachuelo. Intentó arrancar la katana pero yo ya me hallaba sobre su cabeza.

—Nonono —le dije, blandiendo el dedo anular. Me dejé caer suavemente y durante el descenso mi moño se deshizo, de refilón vi como mi cabellera pelirroja danzaba a mi alrededor como una aureola.

Me quedé tumbada sobre mi presa, agarrándolo del cuello con una mano e inmovilizándolo con la otra; lo olí… sí, la comida ya estaba en su punto, deliciosa.

—Abre la boca —le pedí—. No seas tímido…

Al principio se resistió; le apreté la tráquea con fuerza, crujió varias veces hasta que sus labios se abrieron de par en par… Unos segundos más tarde oí el enjambre trepar a través de su pecho y él empezó a convulsionarse, al mismo tiempo que ponía los ojos en blanco y las luces del despacho comenzaban a parpadear de manera intermitente.

Poseer una extraña condición como la mía me otorgaba un tipo de sensibilidad especial, que una vez entrenada me daba el privilegio de ver, entre muchas cosas, la forma del alma humana, de la energía vital, del qí, y como cambiaba según la bondad o la maldad de la persona. La de los hombres despiadados como aquel pobre cretino solía adquirir la forma de borrones oscuros y pequeños, similares a mosquitos. Brotaron de su boca y se dejaron absorber sin oponer resistencia, los sentí en el paladar, picantes, tan deliciosos como cenar en un auténtico restaurante mejicano…

Perdí la noción de mi misma, tragando con avidez. Mi cena temblaba de forma descontrolada, sus lujosos zapatos de hebilla chocaban constantemente contra la mesa, en un repiqueteo de muerte. De pronto noté un cambio y dejé de beber, completamente saciada. A través de los labios abiertos y rígidos de mi víctima asomó una libélula blanca, resplandeciente. Me aparté y la miré con tristeza, viendo a través de ella; aquel era el último vestigio de un niño perdido, de infancia desdichada. Yo nunca me he alimentado de la inocencia, por lo que la dejé desvanecerse tranquila, deseando que al menos, aquella diminuta porción de su ser alcanzara la paz. Luego me sentí triste y eufórica al mismo tiempo y le dediqué una intensa mirada al cadáver, advirtiendo su expresión de profundo y rígido terror.

—Incluso así sigues siendo guapísimo —le susurré—. Lástima que fueras un psicópata…

Pensé en todas sus víctimas, las personas que había mandado asesinar por encargo o había aniquilado él mismo para divertirse. Y me dije que tarde o temprano, a todo cerdo le llegaba su sanmartín. Aquella ley era tan intangible y antigua como la existencia, el Karma lo describía muy bien.

Al bajar de la mesa estudié las marcas que había dejado en la pared y en el techo, dándome cuenta de que tal vez me sentía un poco colocada. “La policía hablará muchísimo sobre eso” reflexioné, soltando una risita. Aunque me hallaba convencida de que nadie lloraría a aquellos pobres desgraciados. “El menú de hoy ha sido insuperable, veinte entrantes y el plato fuerte».
Pero me faltaba algo, tal vez el postre…

Pese a no ser partidaria de las drogas, miré los polvos blancos que había esparcidos por doquier, rodeando a mi cena. “Oh, que diablos”. Junté unos cuantos en una línea recta y la esnifé hasta hacerla desaparecer, sintiendo un cosquilleo molesto en la nariz. Unos segundos después me noté un poco ida. Eso no era para mí, sin duda. Lástima que el muy ruin me hubiese forzado a probar su mercancía.

—Fuiste muy grosero al tirarme tu mierda —le dije al muerto, antes de regresar junto a mis preciosos Manolos. Los cogí y caminaba descalza hacia la puerta, dispuesta a marcharme cuando detuve mis pasos y volví a dedicar un escrutinio al despacho. De golpe me había sentido inspirada y creí que merecía salir por la puerta grande, como una jodida reina de la noche. Sin pensarlo más veces cogí carrerilla y salté hacia el ventanal, sonó un crujido ensordecedor, todo se llenó de cristales…

Eternal, me llamaban las malas lenguas. Estar maldita tenía sus cosas buenas, a pesar de que se puedan tardar unos cuantos siglos en dar con ellas. Me hallaba tan llena de energía vital que la caída no me haría más que cosquillas. Extendí los brazos, saboreando el aire nocturno de Barcelona y cerré los ojos durante el descenso. Sí, nunca jamás habría un escenario mejor para una pobre alma desdichada como yo.

El chico se despertó de repente, bañado en un sudor helado. Aquel sueño había sido increíble, tan real como la vida misma. Se levantó de la cama con tranquilidad y miró a través de la ventana, viendo su propio reflejo en el cristal. “Ha sido como una película de Tarantino” pensó, sonriente. “La película más increíble que he visto en mi vida”.

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Ciudades de Tiniebla. 1. Me llaman Eternal por Ramón Márquez Ruiz se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

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CAPÍTULO 5: LA ABUELITA DE LOS GATOS

CAPÍTULO 5: LA ABUELITA DE LOS GATOS

CAPÍTULO 5. LA ABUELITA DE LOS GATOS

La señora Clotilda miró como Guille dejaba al niño en el sofá, bien tapado con la manta de Spiderman.

—Volveremos en un rato, ¿de acuerdo? —le dijo Anselmo—. Aunque puede que antes venga tu padre, aún no lo sé.

—No pasa nada yayo —lo calmó el crío, con un hilo de voz. Notaba que la mujer lo miraba fijamente, de una forma que lo desconcertaba un poco.

Anselmo besó a su nieto en la cabeza y se despidió de la anciana, antes de marcharse con el muchacho. El señor Julián los acompañó hasta la puerta, dejándolos solos en el salón. Carlitos dedicó una tímida mirada a la mujer, comprobando que sus ojos se hallaban clavados en él, insistentes, logrando que se sintiera como un programa de la tele, uno de esos que daban los sábados por la noche y que su padre criticaba sin cesar.

Bajo la mesa del salón, dos gatos enormes jugaban a darse con las patitas en la cara y de vez en cuando soltaban algún maullido perezoso.

—Hola bonito —dijo la abuela de repente, con una cándida sonrisa—. ¿Cómo te llamas?

Esa vecina siempre le preguntaba lo mismo y nunca se acordaba de nada. Por fortuna el nene sabía un poco sobre la enfermedad que padecía. “Has de ser bueno con la señora Clotilda ”, recordó algo que le había dicho su padre, tiempo atrás. “La pobre tiene una enfermedad que hace que olvide las cosas. Cuando hables con ella ten paciencia y sé educado, ¿de acuerdo? No queremos ser malos con las buenas personas…”

—Carlitos —contestó el crío. Tosió un poquito.

—Ohhh —dijo la abuela— ¿Y estás malito?

—Si.

Se hizo un silencio incómodo, aunque ambos mantuvieron el contacto visual. En ese momento apareció el señor Julián.

—Bueno guapo, ahora te quedarás aquí un rato. ¿Quieres un zumito o algo?

Carlitos se encogió de hombros. Realmente no le apetecía hacer nada ni tomar nada, en sentido literal.

—¿Te pongo la tele? —preguntó el hombre con una sonrisa.

El crío asintió, pensando que a lo mejor, con la tele puesta, la abuela también se distraería.

—Está bien —contestó el vecino, cogiendo el mando y encendiendo el televisor; tras buscar un canal donde dieran dibujos animados se marchó a la cocina.

Y por un rato el silencio quedó roto gracias a la vocecilla de Mikey Mouse, aunque la atenta mirada de la señora Clotilda no se distrajo ni un segundo. El niño se sentía cada vez más incómodo.

—¿Has visto a mis gatos? —le soltó la anciana, esbozando una sonrisa—. Tengo tres.

En ese momento el tercero de los animales apareció en el salón y caminó de forma elegante hacia su ama, para subir de un salto a su regazo. Ese no estaba tan gordo como los otros y al niño le agradó su agilidad.

—Son muy bonitos —contestó Carlitos, con una sonrisita—. ¿Cómo se llaman?

La señora Clotilda arqueó las cejas.

—Pues no lo recuerdo. A todos los llamo Julián, como mi niño. Es un crío tan bueno…

“¿Es un crío tan bueno?” se repitió el nene, mentalmente. El señor Julián era mayor que su padre, hasta tenía un hijo grande, que siempre le hacía muchas bromas y era muy divertido, Guille. “No le digas nada a la yaya” pensó “o dile que sí y ya está”.

—Que bien. Seguro que son buenos.

—Tengo un secreto para que lo sean —susurró la anciana de golpe, acercándose un poco en un gesto de complicidad; lentamente, introdujo la mano derecha en un lateral del sofá y sacó un bote de plástico con un spray, para dejarlo junto a ella.

—¿A que lleva agua? —preguntó el niño, sin borrar la sonrisa.

—¿Cómo lo sabes? —quiso saber la mujer, sorprendida.

—Yo lo utilizo con el monstruo que hay bajo la cama —contestó Carlitos, siguiéndole el juego y bajando la voz.

—¡Ahhhhh! ¿Y cómo te va?

—Muy bien. Ya casi no tengo pesadillas ni nada. Y también tengo otro ataque secreto, por si el primero no funciona.

—¿A si?

—Si.

—¿Cuál?

Carlitos pensó si responder a eso. “Es la señora Clotilda, seguramente lo olvidará”.

—Me tiro un buen pedo, a los monstruos no les gusta el mal olor.

La anciana lo miró en silencio durante unos instantes, para luego estallar en una sonora carcajada. Su risa era jovial y tan contagiosa que el niño acabó riéndose con ella…

¡¡¡Plas!!!

Un ruido rasgó el momento cómico y ambos miraron hacia la mesa del salón. Uno de los gatos había logrado subirse, tirando al suelo un pequeño plato decorativo. La señora Clotilda frunció el ceño y dejó de reírse; agarró el spray y se levantó con una determinación que sorprendió al crío. El animal que antes había estado en su regazo, al ver que echaba mano del bote, se refugió detrás del sofá como alma que lleva el diablo. Y rápidamente, la abuela corrió hacia la mesa para encañonar al animal…

—¡Bicho maaalo! —le gritó, rociándolo sin piedad. El felino intentaba escaquearse pero la mujer seguía mojándolo, hasta que finalmente el gato, completamente empapado, saltó al suelo y huyó hacia el pasillo.

Carlitos miró la escena con la boca muy abierta. “Vaya con la yaya” pensó. “Como para hacerle algo que la moleste”. En ese momento el señor Julián salió de la cocina y se dirigió hacia su madre.

—¿¡Pero qué ha pasado aquí!? —exclamó.

—Uno de los gatos ha tirado eso —respondió el nene.

La mujer miró a su hijo, aparentemente desconcertada.

—¡Uy! ¿Qué hago de pie?

El hombre le dedicó una triste sonrisa y la cogió de la mano.

—Has castigado a un malhechor —le dijo, conduciéndola de nuevo hacia el sofá—. No te preocupes, ya lo recojo yo.

El vecino sentó a la anciana con un cuidado casi reverencial y le quitó el bote de espray, para dejarlo en el suelo, bien cerquita.

—Gracias majo, eres un hombre muy guapo. ¿Conoces a mi Julián?

—Sí, mamá, lo conozco muy bien.

Carlitos miró a su vecino, captando que le brillaban los ojos. Y lo siguió con la mirada mientras él recogía los trozos más grandes con las manos, antes de regresar a la cocina.

Pasaron unos minutos en silencio.

—Hola bonito —la señora Clotilda saludó al niño de nuevo—. ¿Cómo te llamas?

El nene la miró con intensidad. “Ya no se acuerda de nada, que pena” pensó.

—Me llamo Carlitos.

—Es un nombre precioso. ¿Y estás malito?

—Si, ya te lo había dicho antes.

La mujer pareció sorprenderse.

—Oh, perdona cariño —añadió, con un tono cargado de melancolía—. Últimamente no me acuerdo mucho de las cosas…

Entonces el niño descubrió que se encontraba bastante mejor. No hay un remedio más infalible que la distracción, y aquella señora siempre le había gustado, aunque se comportara de maneras extrañas. Apartó su manta de Spiderman y se levantó para ir junto a ella.

—No pasa nada, abuelita —le dijo a continuación, abrazándola—. Puedes estar segura de que pase lo que pase, yo no te voy a olvidar nunca…

Carlitos daba la espalda a entrada de la cocina y no pudo ver como el señor Julián lo contemplaba desde la puerta, con el recogedor y la escoba en las manos. En su rostro se dibujaba una amplia sonrisa, mientras que sus ojos reflejaban pura gratitud hacia las pequeñas cosas de la vida, hacia la bondad de un crío que, según su parecer, aún seguía sin comprender los convencionalismos que los adultos se imponían unos a otros como una cruz. “Yo tampoco te voy a olvidar nunca, mamá”, se dijo para sus adentros. “Estarás conmigo por siempre jamás, pase lo que pase”.

¡DEDICADO A MI MADRE Y A TODAS LAS MADRES DEL MUNDO! MÁS VALE PRONTO QUE NUNCA…

¡FELIZ DÍA DE LA MADRE!

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El niño que no entendía convencionalismos 5. La abuelita de los gatos por Ramón Márquez Ruiz se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

Me llamo Ramón Márquez Ruiz y soy escritor, diseñador gráfico e ilustrador. Bienvenidos a Novelesco. Si deseas saber más cosas sobre mi, clica abajo. Muchas gracias por leerme ; )

BREVE HISTORIA DE LA MONA

BREVE HISTORIA DE LA MONA

Hoy todo se llena de chocolate, de pasteles y de color, mil formas distintas de moldear el antiguo manjar de los Dioses; los personajes de moda de dibujos animados y los típicos huevos de toda la vida se visten de gala con muñecos, plumas, y un sinfín de virguerías.

Cuando era un niño disfrutaba como un enano nunca mejor dicho— de mi mona; como mis padrinos eran mis tíos —y un matrimonio— la devoraba sin piedad mientras que a mi hermana mayor las suyas solían durarle unos cuantos días más. Pero a pesar de mi glotonería con el chocolate en especial— disfrutaba muchísimo, para el deleite de mis padrinos. A día de hoy mi madrina ya no está entre nosotros, aunque siempre la recordaré por ser una mujer maravillosa y creativa, que nos confeccionaba, con sus propias manos, unos disfraces tan mágicos como ella.

Y ahora sí, perdonad por la introducción. Aquí va un breve repaso de la historia de las monas de Pascua, dedicada a los más glotones de la casa –en el buen sentido, eso sí ; )

Para poder hablar libremente sobre su origen, lo primero que se debe hacer es matizar de donde surgió su nombre y lo que era antiguamente.

La palabra Mona viene del término árabe “Munna”, que significa “Obsequio”. Inicialmente, la “Munna” era un postre que los musulmanes regalaban a sus señores para estas fechas. Con el paso del tiempo ganaría popularidad en el Mediterráneo, convirtiéndose en una gran tradición, de la que se tiene primera constancia escrita en el siglo XV.

Pero… ¿Antiguamente las monas eran como las actuales? Y la respuesta es NO, ya que mucho ha cambiado el concepto a lo largo del tiempo.

En sus orígenes la “Munna” era una torta, elaborada con masa de pan y con varias formas: la de roscón, circular, de gallina, de barco, etc. Después, la receta fue evolucionando hasta hacerse con masa de bizcocho y comenzó a decorarse con huevos duros, símbolo pagano de la fertilidad. En muchos sitios los huevos se pintaban de colores y también se escondían por el jardín o los alrededores del hogar, para que los niños los encontraran.

Tras la llegada del chocolate, proveniente de las lejanas tierras del Nuevo mundo, este exquisito manjar barrió a los huevos reales sin pensar mal, eh ; ), convirtiéndose en poco tiempo en un ingrediente indispensable.

No fue hasta bien entrado el siglo XIX cuando en el país vecino, Francia, se comenzó a moldear el chocolate para que adquiriera la forma de huevo o piezas bien esculpidas y trabajadas, algo que ha llegado a nuestros días, más de cien años después.

Y aquí lo dejaremos por ahora. Espero que os haya gustado y tal vez, sólo tal vez, nos veamos en otra ocasión… O no…

Me llamo Ramón Márquez Ruiz y soy escritor, diseñador gráfico e ilustrador. Bienvenidos a Novelesco. Si deseas saber más cosas sobre mi, clica abajo. Muchas gracias por leerme ; )

CAPÍTULO 4: EL DEDO BRUTAL

CAPÍTULO 4: EL DEDO BRUTAL

CAPÍTULO 4. EL DEDO BRUTAL

Anselmo se miró los dedos de la mano derecha con aprehensión. El corazón parecía enfadado, rojo e hinchado, y el anular tenía un aspecto extraño, ligeramente torcido. Se los había pillado con un cajón de la cocina, al cerrarlo de forma apresurada. “Me he partido alguno de los dos, seguro”, pensó. Carlitos lo miraba en silencio, tumbado en el sofá y tapado con su manta favorita de Spiderman. Aquella mañana el crío había amanecido con fiebre, por lo que sus padres decidieron que se quedara en casa. Y tanto Carlos como Lucía se hallaban en el trabajo, desde hacía un buen rato…

—¿Te duele yayo? —quiso saber el niño.

—No, chavalote, no me duele nada —mintió el abuelo, bufándoselos. “Joder, que dolor. A ver cómo me lo monto ahora”— ¿Quieres que te ponga los dibujos? Tengo que llamar a tu padre un momento…

El niño se encogió de hombros y observó como el yayo encendía la tele; realmente le daba lo mismo, no tenía ganas de nada. Tosió un poquito.

Anselmo se metió en la cocina y con la mano sana sacó su teléfono móvil del bolsillo del pantalón. Miró la pantalla un momento, antes de marcar los números. Todavía no entendía del todo aquel maldito cacharro, aunque debía admitir que, poquito a poco, le iba cogiendo el tranquillo.

—Hola papá —contestó Carlos al segundo toque, desde el otro lado de la red.

—Hola hijo, tengo un problema —soltó Anselmo, abordando el tema directamente—. Creo que me he reventado un dedo de la mano, como mínimo…

—¿Qué dices, papá? ¿Pero cómo…?

—Estaba un poco despistado y me los he pillado al cerrar un cajón…

—Joder, PADRE. ¿Por qué eres tan bestia?

—No me hinches las pelotas, Carlitos… Alguno de los dos ha de volver para quedarse con el niño. Aún sigue con fiebre…

—Es imposible, papá. Lucía tiene reuniones de trabajo para aburrir y yo estoy muy liado… ¿Te duele mucho? ¿No estarás exagerando? Mándame una foto por watsapp.

—¿Por qué coño quieres que te mande una foto por esa cosa? Que te digo que me lo he roto, ¡JODER!

—Esa lengua, papá. ¿No estarás delante del nene?

—Que no, hombre, que no… Estoy en la cocina, solo. De acuerdo, ahora te mando la foto…

Un momento después Anselmo consiguió enviarle a Carlos el dichoso watsapp y esperó a que su hijo le dijera algo. “¿Por qué la juventud es tan desconfiada?” pensó asqueado. Pasados unos instantes sonó el teléfono y lo descolgó al vuelo.

—¡Madre mía, papá! —le dijo Carlos a modo de saludo—. ¿Pero cómo diablos te has hecho eso? El dedo anular tiene un aspecto muy raro… mierda…

—Vigila esa lengua, hijo. Ya te lo he dicho desde el principio, me he roto uno como mínimo. Por no decirte que me duelen a rabiar. He de irme a urgencias, pero no voy sacar al crío de casa. Vais a tener que joderos alguno de los dos. ¿O quieres que deje solo al niño?

—No me vengas con esas, papá. ¿Piensas que no me preocupo por ti, o por mi propio hijo? Hagamos una cosa. Ves a ver a los vecinos y si Julián y Guillermo están en casa, deja a Carlitos allí y pídele a Guille que te lleve al hospital.

—¡Pero como! ¡Si ese crío no tiene el carnet!

—Guille cumplió los diecinueve la semana pasada. Y ya tiene el carnet desde hace un año.

—Pues no lo sabía…

—No te enteras de nada, papá. Pídele que te acerque. Estará en casa seguro, ayer me dijo que le habían dado vacaciones indefinidas, vamos, que al pobre chaval lo han despedido del trabajo.

“Vaya” pensó Anselmo. Los dedos le dolían demasiado como para esperar mucho.

—Yo iré al hospital en cuanto pueda, te lo prometo, aunque dos horas más en el trabajo no me las quita nadie. En una situación normal me iría ahora mismo, pero hoy vamos muy liados…

El abuelo lo sabía y lo comprendía; el vecino era la mejor opción por el momento.

—Llámame si Guille no puede llevarte y ya me las arreglaré, ¿de acuerdo? —dijo Carlos, antes de colgar. Se sentía culpable por no irse con su padre y con su hijo.

Anselmo se despidió resignado y se fue un momento a casa de los vecinos. Gracias a Dios, las puertas de los pisos se hallaban muy cerca la una de la otra. Y sabía que Carlitos no se movería del sofá; el pobrecito tenía una carita…

Al poco de tocar al timbre la puerta se abrió y apareció Guillermo. Sorprendido de su rapidez, el abuelo contempló al chaval, con las cejas arqueadas.

—Hola Anselmo —lo saludó el chico—. Iba a ir a verte ahora mismo, Carlos acaba de llamar a mi padre.

—Vaya —dijo el hombre, sorprendiéndose. En ocasiones seguía despertándole punzadas de nostalgia el ver lo apañado que era su hijo. Hacía unos cuantos años no levantaba unos palmos del suelo… “Mi chavalote” pensó.

—¿Tu padre se quedará en casa con tu abuela?

—Sí, no se preocupe. Vamos a por el niño y nos marchamos. ¿A ver esos dedos?

Anselmo notó la curiosidad en su tono de voz. “Cómo es la juventud”. De no haber padecido tanto dolor hasta le hubiera sonreído. Levantó la mano y el chaval dedicó una intensa mirada a su extremidad mal herida. Los dedos se habían puesto más hinchados y morados, el anular en especial.

—Ese dedo es brutaaal —soltó Guille, desde la más profunda sinceridad.

“Que cachondo el niño”, se dijo el hombre. Él lo hubiera llamado de otra manera, por lo que era en realidad; una soberana putada. Pero brutal sonaba más fino y moderno…

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El niño que no entendía convencionalismos 4. El dedo brutal por Ramón Márquez Ruiz se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.

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